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La Cumbre, dos postales

La Cumbre es como uno de esos libros clásicos y voluminosos a los que uno se acerca con cuidado, para evitar el sobresalto de los espíritus que allí habitan. 

Es fundamental saborear cuidadosamente las palabras con la esperanza de estar a la altura de la historia. Pero este libro no tiene una estructura narrativa; no es literatura. Son fragmentos aleatorios que reflejan el diálogo con el lugar. Por eso propongo elegir al azar un par de pasajes, la clave de dos experiencias precisas, mis postales preferidas.

Primera postal

Una mañana decido alquilar una bici. El muchacho del negocio me pregunta por dónde voy a andar. Le digo que quiero ir hasta Cuchi Corral. Examina mi contextura física y su cara ahora es de preocupación. “Es un camino durísimo”, me dice. “Vengo de varios caminos duros”, le digo, creyéndome discípulo de Confucio. “Tomá”, me dice y me extiende una tarjeta personal: “Llamame cualquier cosa”.

Los primeros dos kilómetros son en bajada por la avenida San Martín. Atravieso la ruta 38 y me mando por un camino de ripio en el que a un costado hay un zorro. Freno. Nos miramos fijamente a los ojos durante más de un minuto y después desaparece entre los pastizales.

El camino es ciertamente sacrificado, aunque muy disfrutable. Uno puede abstraerse del cansancio y los latigazos del sol mirando alrededor: el ganado pastando, la opulencia de la vegetación, las montañas como monumentos perfectos. Después de pedalear unos 10 kilómetros, entre el polvo, el barro y las piedras, llego al mirador de Cuchi Corral. Lo que sucede en ese abismo son excepciones a las leyes de la física. Todo es tironeado hacia abajo a través de una suerte de embudo cósmico, se ve el río Pinto delgadísimo y es posible escuchar una conversación a 50 metros. Después de tomar algunas fotos y juntar coraje, me acerco hasta el área demarcada desde donde los más audaces se tiran en parapente. Yo no soy audaz pero ya estoy acá, cansado y sin ganas de pensar en las contraindicaciones de este deporte. El procedimiento es aparentemente sencillo: se abre la mochila, la tela se extiende como un águila gigante y embolsa el viento con violencia. Corro hacia adelante con todas mis fuerzas y me lanzo al vacío.

El regreso es todavía más arduo que la ida. Me quedo sin agua a los dos minutos. Un conjunto de nubes oscuras se enlazan en un instante. Los truenos sacuden el valle. En un momento del camino paso junto a una serpiente. Inmediatamente comienza a caer un aguacero tremendo que me acompañará todo el trayecto. No quisiera trasladar al lector mis conclusiones basadas en la simbología mística, pero prefiero el zorro.

Segunda postal

Cumplí con la mayoría de las sugerencias que me dieron en la oficina de turismo de La Cumbre: probé la cerveza artesanal de El Búho, visité la casa de Mujica Láinez y subí al Cristo. Como no soy un gran bebedor de cerveza, ni me gusta demasiado la literatura de Mujica Láinez y mucho menos podría considerarme devoto, prefiero hablar de un espacio al que vuelvo siempre: esa parte del río llamada El Chorrito.

Los habitantes de las grandes ciudades engendramos monstruos internos que con el tiempo alcanzan a conformar una coraza de ruido. Ni bien llego a La Cumbre, bajo a El Chorrito, me siento a la sombra de un árbol –atento a la marcha constante del agua–, y aparece un silencio de otra dimensión que me cura lentamente. Así de simple e imposible. Es como si esa pequeña porción del mundo fuese mi templo particular. Quizá haya personas que sientan esto en cualquier otro lugar. A mí me pasa solamente en La Cumbre. Me remite a esas películas de Miyazaki en las que el espíritu del bosque se manifiesta a través de seres extrañísimos que lo protegen, mancomunados con quienes aman la naturaleza.

No me atrevería a decirle a cualquiera que se exponga a la posibilidad de que las energías del valle lo desnuden del ruido que lleva adherido a la piel. Suena más a exhibicionismo metafísico que a un paseo para desenchufarse de la rutina. De todas formas, no sucede lo mismo que en otros lugares de veraneo en donde hay diez tipos jugando al fútbol en medio metro cuadrado, entre una marea salvaje de sombrillas; un parador lleno de parlantes del tamaño de un termotanque en los que suena estrepitosamente Ricky Martin durante siete horas seguidas; o un grupo de adolescentes subconscientes que bebe de una jarra que difícilmente contenga algo saludable y nutritivo. Y no quiero desmerecer esa clase de actividades, porque tanto el fútbol como Ricky Martin y las jarras merecen todos mis respetos. Pasa que en El Chorrito se despliega un entorno en el que cada elemento convive en armonía: los pibes nadan en los piletones, pasa un hombre a caballo, dos chicas tocan la guitarra, un señor hace un asadito, los perros juegan y corretean en las márgenes del río. Nada se desborda.