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Instantáneas de Barcelona

Barcelona, una ciudad simple de la que vas a enamorarte desde sus pequeños detalles. 

Cuando escuché a un Cortázar en blanco y negro decir que se enamoraba de las ciudades y que, como no era excesivamente monógamo, amaba a varias al mismo tiempo, pensé -dejando la discusión de la monogamia de lado- en Córdoba y en Barcelona. De alguna forma, este grande habilitó el camino para que nos sintiéramos aliviados de poner el corazón en dos lugares: el de origen y ese otro que también nos hace sentir en casa.

Algo tiene la ciudad catalana que lleva a que uno esté tan a gusto. Quizás sean las callecitas de sus barrios más viejos, repletas de balcones con macetas y ropa colgando, una pieza europea clave en nuestro imaginario. ¿Cursi? Tal vez, pero a veces hace bien darse unos baños de cursilería. "¿Mainstream?" Seguramente, pero lo vale. Lo más interesante, en cualquier caso, es el cruce de tiempos: street art entre paredes centenarias, marcas de lujo en edificios modernistas y, de vez en cuando, alguna feria vintage en un convento.

Quizás, lo que tanto nos fascina sean sus caminos al lado del mar, a nosotros que no tenemos la suerte de verlo todos los días. Más frío que el Caribe pero no tanto como el Atlántico, el Mediterráneo se impone pero suave, apacible, como si no quisiera que su azul molestara. Con pocas olas, es una bendición para los que respetamos/tememos el poder del agua cuando fluye en libertad. Pero ojo, la playa de la Barceloneta suma sólo si se quiere caminar cuando hace frío. En verano, es un hervidero de turistas que se refleja, por ejemplo, en las latas de cerveza que vienen de regalo con cada ola. Mejor un tren y a algún pueblito.

Pasiones compartidas

Al igual que Córdoba, Barcelona no sería lo que es sin sus bares. En esos espacios, la gente se encuentra, las discusiones suben de tono y el mundo se arregla entre cañas y tapas. Se podría escribir una oda a las papas bravas, el jamón ibérico y las tortillas. También, al simple y catalanísimo pan con tomate (un pedazo de pan al que se le frota tomate, con un poco de ajo y oliva; fácil de elaborar y difícil de imitar). Si hacemos eso, habría que dedicarle al menos una canción a la cerveza catalana y, ya que estamos, otra a los chupitos (toc-toc).

Afortunadamente, la ciudad condal también es sinónimo de fútbol. Dueña del mejor equipo del mundo, no es raro que el museo más visitado sea el del Camp Nou. Si no se pudo disfrutar del Barça en su propio estadio, no importa: siempre hay que dejar motivos para volver. Además, nada más lindo que ver ganar al equipo culé desde un bar. Más todavía si se trata de un bar del Eixample, de esos de toda la vida, donde en vez de hipsters hay catalanes de edad avanzada que se levantan para gritarle al televisor y ríen con Messi cuando hace un gol.

(Des)encuentros

Tal vez la clave de nuestro enamoramiento sea que nos sentimos cómodos con los catalanes. No son tan simpáticos ante el primer contacto, es verdad. Pero, cuando entran en confianza, se entregan. Innovadores, obstinados, pujantes, orgullosos. Y un poquito frikis. Fanáticos de sus tradiciones: de Sant Jordi (un San Valentín pero en abril y con intercambio de libros y flores), de los castellers (personas que forman torres humanas), del caga tió (un tronco al que en Navidad le pegan con palos y da regalos) y de su idioma, que no es tan fácil de entender como muchos suponen.

Al caminar por Barcelona, esa lengua se mezcla con otras y, de repente, alrededor hay caras hablando en español, inglés, alemán, árabe, francés, urdu. Ese mosaico cultural, que se traduce en turismo masivo, no es algo que entusiasme a los vecinos de siempre. Se nota en los carteles de algunos edificios ("Queremos descansar"), en grafitis contra los guiris (entiéndase "turistas") y en los baldazos de agua sucia que caen de los balcones si se hace mucho ruido a la madrugada.

Mientras vivía allá, recuerdo haberme preguntado si las ciudades no son sólo de quienes las habitan, sino también de quienes se sienten bien en ellas y las recorren con amor. Quizás lo que buscamos sea eso: un lugar, en cualquier lado del charco, en el que no tengamos miedo.

Era exactamente lo que me pasaba en el puerto de Barcelona. No es imponente ni majestuoso; tampoco entra en mis categorías de pintoresco. Se escucha la música de los barcos que llegan, los gritos de los chicos que tiran comida a los pájaros, las gaviotas que se quejan. El agua no es transparente. Pero cuando me sentaba a mirar los barcos y el sol me daba en la cara sentía que, por un rato, todo estaba bien en el mundo.