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El resurgir de los años dorados

(Fotomontaje de Javier Candellero).
(Fotomontaje de Javier Candellero).

En 1920, Berlín sale humillada de la derrota de la Primera Guerra Mundial, pero la catástrofe es el punto de partida de los años dorados (“les années folles”) con strass, champán y la provocación de los cabarés. Luego, llega el nazismo, la Segunda Guerra, una nueva derrota, el muro y la división este-oeste. En 1989, con la caída del muro, es el tiempo de la venganza y la resurrección de “les années folles”.

En apenas un siglo, este lugar mutó in extremis y la Potsdamer Platz es un testimonio excéntrico de los humores de la historia. En 1920, Berlín era una de la ciudades más grandes del mundo, con casi cuatro millones de habitantes.

La situación impedía presagiar una época dorada. Berlín salía de la humillación de la derrota de la Primera Guerra, hundida en la inestabilidad social y política, la hiperinflación, el desempleo, el hambre y las epidemias. Sin embargo, la catástrofe fue el punto de partida para la década de oro, les années folles.

El imperio prusiano fue derrotado y se instauró la República Democrática de Weimar. Un presente en construcción abierto, libre e incierto. La metrópolis vivía su máximo esplendor.

El tránsito fue frenético en la primavera del Berlín libre, la gente salió a las calles y se liberaron las fuerzas creadoras. Fritz Lang estrenó Metrópolis; Alfred Döblin publicó la novela Berlín Alexanderplatz; el teatro de Bertold Bretch vivía su apogeo, y Marlene Dietrich actuaba en el Ángel Azul, de Josef von Sternberg.

La capital era reputada por su tolerancia, vanguardia y sed de experimentación. Se convertía en una tierra de exilio para artistas e intelectuales perseguidos. Se pensaba en las tertulias de los cafés, se decía en los cabarés.

El rigor marcial del imperio fue sustituido por el strass, el champán y la provocación. El debate político se trasladó a las tablas de los cabarés alrededor de la Potsdamer Platz. Las orquestas tocaban sin parar y las actrices se ponían corbatas, pestañas largas y fumaban con boquilla. Tenían el rostro lánguido, la belleza metálica, escotes.

Los shows era sarcásticos, corrosivos y comprometidos. Parodiaban cualquier forma del poder, transgredían cualquier tabú. La figura, Claire Waldoff, era una cantante proletaria y lesbiana que insultaba a los burgueses protestantes y apoyaba el aborto. El cabaré Deutschland celebraba las voces de Kate Kühl y Blandine Ebinger.

De eso, pasó casi un siglo. Ahora, cae la tarde en Alexanderplatz, antiguo centro de Berlín este. La cabeza de la torre de televisión (Fernsehturm), a más de 350 metros de altura, se ilumina de rojo. Debajo, los clubes nocturnos prueban las luces.

Sobre la famosa Oranienburgerstr, las prostitutas legales ocupan las esquinas, esperan al cliente, conversan esta noche con aquellos que salen del vernissage (cóctel de presentación) de la exposición del fotógrafo Bruce Davidson. Al frente, los turistas visitan Tacheles, un edificio en ruinas tapado de grafitis.

Berlín asume una vocación under surgida antes de la caída del muro. En la década de 1970, el pasado de la guerra y el presente frágil detrás de la cortina de hierro seducía la imaginación decadente y mórbida del rock.

David Bowie se instalaba, en la época en que Berlín oeste era una isla de identidad desgarrada, en un discreto departamento de Schöneberg, junto a sus amigos Iggy Pop y Lou Reed. Bowie grabó sus mejores discos y declaró en la revista Vogue: “Berlín está en el centro de todo lo que ocurre y ocurrirá de importante en Europa en los próximos años”.

El under, después de la caída del muro esquizofrénico, emigró al este. Los artistas que venían a experimentar en la isla se mudaron en los \'90 al otro lado. El territorio tenía espacios y voluntades para marginalidades y experimentaciones. Los anarquistas punks ocuparon viejos edificios prusianos, que custodiaban con hierros, perros negros y consignas. Por la noche, se reunían en el mítico club Wild at Heart, en el barrio turco de Kreuzberg, y paseaban sus cuerpos tatuados como una metáfora de la ciudad.

La vida era barata, había grandes espacios para ateliers y el clima propiciaba la exasperación de la individualidad creativa. Hoy, la ciudad cuenta con la mayor cantidad de galerías de arte de Europa: más de 400.

Tacheles es la casa de “ocupas” más representativa de los \'90. Hay sala de conciertos, ateliers y exposiciones en los cinco pisos, librería y un cine. Su patio es una fuerte imagen del siglo que pasó. Hay un helicóptero derribado; instalaciones con hierros retorcidos; banderas deshilachadas, y viejas camionetas pintadas estilo pop art. Frases, y más frases.

La punk actitud es una política de la cual Nina Hagen, la inconformista e irreverente cantante alemana, fue siempre el símbolo y que la modista Vivienne Westwood, tan cerca de los Sex Pistols, legitimó en las pasarelas del mundo: el look fashion punk.

Pero esta noche de miércoles, la cita es en Roter Salon (salón rojo), la mejor tanguería de la potente escena del tango de la ciudad. Contrariamente a lo pensado, Berlín es la capital del tango en Europa. Hay más de 50 milongas y centenares de bailarines.

Michael Rühl tiene 48 años y es un amante del tango. Fue camionero y saxofonista de un grupo de ska. Pero desde hace más de 20 años, es un tangófilo recalcitrante. Tiene una de las 10 colecciones sobre el tango más importantes del mundo. Al día siguiente, en su casa, me mostrará sus miles de vinilos, libros, pósters. Además, cada año organiza el prestigioso Festival de Tango de Berlín.

El Roten Salon está en el edificio del Volksbühne, mítico teatro del Este. En este salón se reunían, luego de cada función, los altos funcionarios de la República Democrática Alemana (RDA) junto a sus artistas, como lo muestra la premiada película La vida de los otros, de Florian Henkel von Donnersmarck, en algunas escenas filmadas en el Salón Verde, al lado del Roten Salon.

Esta noche, la playlist de Michael Rühl es una cuidada selección de tangos de los años ‘30, ‘40 y ‘50. Las potentes luces bañan de color rojo a las más de 30 parejas abrazadas.

Es medianoche, hora de la segunda cita, en esta ciudad insomne. La puerta está cerrada. Un africano de smoking se acerca a la entrada, toca el timbre, espera y entra. Un pasillo a media luz conduce a unas escaleras que desembocan en la pista, donde suena un tango in extremis. El club Insomnia, en la calle Alt-Tempelhof, es una antigua sala de baile de fines del siglo 19.

Las parejas bailan, sensuales, con las piernas cruzadas. Una mujer desnuda y atada hace acrobacia en el centro del salón. La voz de Roberto Goyeneche remixada entusiasma a una rubia de más de 40, de vestido transparente.

Es un sábado soleado. Hay poco tráfico y corre el viento. Las veredas están vacías. Durante los 40 años de la RDA, la ancha avenida fue el escenario anual de los desfiles militares. El Este afirmaba su poderío en tiempos de guerra fría: pasos firmes, inmensas banderas y orgullo socialista, como muestra el filme Good bye Lenin!, de Wolfgang Becker.

Berlín tiene una urbanidad abierta, desproporcionada y nunca circular; con muchos centros o con ninguno; siempre herida; y contradictoria, mutante, provisoria. “Berlín es fea pero sexy”, declaró uno de sus intendentes.

Mientras, el Este es el nuevo paraíso para los yuppies, los artistas y los proyectos. En la Kastanienallee, la columna vertebral de Prenzlauer Berg, los edificios tienen pegado el clima de posguerra. Pero desde las ruinas y las restauraciones, aparecen boutiques design híper modernas, restaurantes “bio” y galerías de arte. El barrio fue invadido por los “bodigital”, jóvenes bohemios y amantes de la tecnología. Hippies modernos, blancos y extravagantes, que proyectan websites desde los bares y circulan en bicicletas holandesas, leen a Goethe y van a conciertos punks.