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Berlín, con y sin muro

Fotomontaje de Javier Candellero.
Fotomontaje de Javier Candellero.

Tras la memoria cruel del nazismo y a 20 años de derribado el muro, Berlín se erige vital y creativa. Hoy es la capital del país más poderoso de la Unión Europea y una de las ciudades más visitadas en ese continente.

Roger Waters miraba desde el escenario a la multitud excitada. El pulso frenético de The Wall (El Muro) cubría la Postdamer Platz. El Muro de Berlín había caído. Las piedras que dividían Alemania cedieron bajo la presión y la asfixia de miles de manos. Esa noche de 1990, Pink Floyd marcaba el año cero de una ciudad desgarrada por su pasado.

En 1961, en una oficina austera y kitsch, se decidió la cons­trucción de un muro que impediría la fuga incesante de los alemanes del este. El presidente de la República Democrática Alemana (RDA) y del partido único, Erich Honecker, junto al ministro de Seguridad del Estado, Erich Mielke, decidieron que el mundo occidental quedaría de facto dividido por la “cortina de hierro”.

Este edificio, ex búnker de la policía política de la RDA (Stassi), es hoy un museo de la memoria, a metros de la avenida Karl Marx Allee.

El edificio es lúgubre, cuadrado, de rara pulcritud. No hay grafitis, pocas luces en las calles vacías. Aquí, esta noche, lo más parecido al consumo es una esquina mal iluminada, sin color, con tres restaurantes que ofrecen comida india, vietnamita y argentina.

El muro separó a Berlín y al resto del país: 1.400 kilómetros de frontera entre las dos Alemanias. Berlín oeste se convirtió en una isla. Del lado este, además del muro, se extendía el corredor de vigilancia o de la muerte: alambres de púas, torres de control, reflectores, guardias, y 886 perros.

Desde el oeste, los periodistas atrincherados en uno de los pasos fronterizos más célebres, el Checkpoint Charlie, relataban la tragedia en vivo.

Willy Brandt, el alcalde del oeste, recibía el 26 de junio de 1963 al presidente norteamericano John F. Kennedy que lanzaba su célebre frase: Ich bin ein berliner (“soy un berlinés”), a modo de protesta contra la división.

Desde el este, por las noches, mujeres y hombres cavaban túneles de escape. Algunos pasaron, otros no. El legendario paso Checkpoint Charlie, reconvertido en museo, expone la historia del muro y los ingeniosos modos de cruzarlo.

El currículum vitae del muro (1961-1989) está pintado en un fragmento de la East Side Gallery, los restos de la pared cubiertos de grafitis y pinturas bordean el río Spree, testigo silencioso e inmutable de la ciudad dividida.

Gustav es guía en el museo de la RDA, frente al río Spree, a metros de una estatua de Karl Marx, en el corazón de Berlín. Tiene más de 50, el pelo blanco y la piel roja.

“En el este, se miraba el mundo en blanco y negro. La televisión color llegó muy tarde”, dice Gustav, entre legiones de adolescentes que visitan el museo.

Gustav dice que en las escuelas se evita el pasado nazi. “Es un hueco que hace mal”. Su nieta le contó que no se habla de ese período. “Los estudiantes aprenden la historia sesgada, golpeada, evitan el Tercer Reich. ¿Qué pasó en las últimas semanas de la segunda guerra mundial? Esa es la pregunta que se evita”.

La madre de Gustav creció bajo el fuego de la guerra. Los 90 animales del Zoológico, liberados por las bombas, dejaban sus huellas. Tigres, monos, cocodrilos, elefantes, acechaban en las piedras de la Puerta de Brandemburgo: olían los cadáveres nazis que buscaban escapar de las balas rusas.

La vida tras el muro. Berlín en ruinas fue reconstruida y repartida por los aliados en cuatro sectores: soviético, americano, inglés y francés. Antes del muro, las fronteras eran jurídicas. La libre circulación estaba garantizada.

Berlín, no obstante, era el escenario del anuncio de una crónica inevitable: la guerra fría. Y a Gustav le tocó crecer en el sector soviético, donde vio nacer el muro que complicó su vida.

“La RDA reemplazó las ruinas de la segunda guerra por los HLM, esos edificios grises, iguales, opresivos, como hay en Marzahn, el barrio soviético de Berlín. En esos barrios, el problema era el suicidio. Entonces la respuesta del gobierno fue dejar de publicar las estadísticas”, retoma Gustav, el guía.

Gustav estuvo preso durante un año por disidencia política. Era joven e idealista. En la cárcel trabajaba durante el día en un taller donde fabricaban cámaras de fotos para el oeste. Ganaba tres marcos diarios. El resto del sueldo era, decían las autoridades, para pagar la comida y el techo. Por la noche, Gustav leía. “El primer mes fue atroz. Todos los días éramos interrogados por la Stassi”, confiesa este hijo de la RDA.

En el oeste, Gustav estudió, fue periodista y trabajó como redactor en un diario económico. Berlín oeste era una isla experimental cubierta de squat (ocupas) y artistas. “Pero ahora, sin el muro, los alemanes del oeste nunca van al este y los del este dicen que no van al oeste a dejar su dinero a esos cerdos capitalistas. Es más, hoy, el sistema de la RDA es reivindicado por los melancólicos y algunos jóvenes”.

Gustav se despide sin antes recordar un hecho histórico. François Mitterrand y Margaret Tacher declararon, antes de la caída del muro, que Alemania era democrática pero que era mejor aún si seguía dividida.

Hoy, varias décadas más tarde, Alemania democrática y unificada, lidera Europa. Los grafitis cubren la capital alemana y suponen la expresión desesperada por construir una identidad repleta de colores y curvas. Como si quisieran restituir aquel Berlín de hace casi un siglo.

Lejos del muro fatal, Berlín de la década de 1920 era plena efervescencia entre guerras. En ese entonces, de día, las mujeres se paseaban desnudas cubiertas por tapados de visón y las noches explotaban en los cabarés. Berlín, creativa y decadente, era la fiesta de los années folles de la república de Weimar.

Berlín era un cabaret. Y la película Cabaret, de Bob Fosse, con Liza Minnelli, penetra en esa atmósfera decadente, libidinosa, creativa, libertaria, amenazada por lo que vendría: el nazismo. Con la llegada del nazismo, Berlín fue secuestrada por la tragedia. En poco tiempo cerraron los cabarés y se abrieron los campos de concentración.

Adolf Hitler se impuso; era un gran orador. Fue anfitrión de los Juegos Olímpicos de 1936 celebrados en Berlín.

Max Schmeling (1905-2005), un ejemplo ario, fue víctima de Hitler. Era alto, rubio y fuerte. Ganaba por KO, era un boxeador perfecto, casi como Carlos Monzón. Fue el primer europeo campeón del mundo de los pesos pesados.

Ese año, 1936, Schmeling aplastó por KO al boxeador negro americano Joe Louis. Sus logros fueron festejados y usados por la propaganda nazi. Dos años más tarde, Louis, el negro, destrozó al alemán en el primer round de la revancha. Por orden de Hitler, el nombre del boxeador ario desapareció de los periódicos.

Schmeling se retiró y pasó el resto de su vida dedicado a criar pollos junto a su esposa y pagó el funeral de su antiguo rival, reconvertido en amigo, el negro Joe Louis.

Muchos nombres de la mitología nazi fueron olvidados, como el de Wilhelm Canaris. Bajo y poco ario, decidido y especialista en espionaje, fue funcionario respetado del Tercer Reich. Tenía un pasado glorioso en la marina imperial prusiana. Había llegado hasta las Islas Malvinas. Canaris fue ejecutado en un campo de concentración.

Datos

Nombre oficial: Alemania

Capital: Berlín.

Gobierno: democracia parlamentaria.

Población: 82.501.000 de habitantes.

Superficie: 357.000 kilómetros cuadrados.

Idioma: alemán.

Moneda: euro.