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Cuidado: bebé a bordo

(Gentileza: Travel+Leisure, Gillian Small)
(Gentileza: Travel+Leisure, Gillian Small)

Mientras cada vez más líneas aéreas permiten animales de compañía en cabina, una empresa holandesa ofrece asientos aislados para bebés y niños. Una reflexión al aire.

Desde que Bubu, un caniche oscuro, abordó en Aeroparque un vuelo de Aerolíneas Argentinas con destino a Chapelco en 2015, el bicherío se deja ver cada tanto en las salas de embarque nacionales. En Washington, Roma o Estambul es algo normal desde hace unos veinte años. Las principales aerolíneas del mundo han adoptado un código común y aceptan animales de hasta ocho kilos y más de ocho semanas de edad en transportines de medidas adecuadas que permitan ubicarlos bajo los asientos con tarifas variables.

Casi todas las compañías dan por sentado que el pasajero volará con su perro o su gato salvo Lufthansa que especifica qué tipo de animales son aceptados a bordo en una pequeña lista que incluye hurones y tortugas. Tratan de evitar situaciones como la mordedura a otro pasajero en mitad del Atlántico, hecho protagonizado por un terrier en un vuelo Heathrow-Nueva York de British Airways en 2017 o demoras en los embarques como la ocurrida en Atlanta por una señora que insistía en subir con su pavo real y otra del mismo año en Miami con desenlace fatal: una adolescente, ante la negativa del personal de rampa, decidió arrojar su hámster terapéutico por el inodoro.

Pero el título advierte sobre bebés y niños, deliciosas criaturas de corta edad y bajo peso que uno jamás pondría en las bauleras para equipaje de mano como aquel bulldog francés que murió sofocado en 2017. Cuando este redactor dice “uno” supone que el lector tampoco lo haría.

Hace pocas semanas una amiga consultó a sus contactos en una red social si consideraban que sus mellizos de dos años ya estaban maduros para su primer viaje en avión. El destino era Iguazú y recibió una catarata de negativas y malas ondas y hasta ofertas de cajas para acomodarlos en bodega. Tal vez el lector no haya tenido la oportunidad de compartir colectivos o trenes con gallinas, cabritos o perros y no hablo de pintorescas excursiones por Asia Menor o el Sudeste Asiático sino de colectivos “lecheros” en las madrugadas de la pampa gringa o nuestros nortes. O tal vez sí, pero es apenas un recuerdo fugaz de tiempos idos.

El Airbus A350 de Carendon despegará desde Ámsterdam con destino a la hermosa isla de Curazao con niños y bebés separados del grueso de solos y solas y soles por gruesas cortinas de paño. Aislamiento acústico y visual para espectáculos tan grotescos como llantos por pequeños oídos sometidos a la presurización, juguetes, chupetes y soquetes arrojadizos, chorros de fórmulas maternizadas y preguntas incómodas: mamá, por qué ese señor me mira feo.

El viaje de mi amiga a Iguazú con sus gemelos fue todo un éxito salvo por un detalle previsible. Durante el vuelo de regreso sintió muchas ganas de tomar por el cuello a una jovencita que, ante cada balbuceo de uno de los bebés, se tapaba la cara y las orejas con el cuello de su polera.

Los viajeros profesionales sabemos que la cabina de un avión es un espejo apenas distorsionado de las realidades en tierra. Allá adelante está el barrio privado de las clases acomodadas pero cada vez es más frecuente que los hombres de negocios enciendan sus ordenadores en las plazas apretujadas del barrio turista, allí donde se mezclan los que viajan para no volver, los ricos que cambian algunas horas incómodas por unos días más de disfrute en destino, los que con mucho esfuerzo se dan un gustito que tal vez no repetirán y los que pueden permitir a su gata siamesa una experiencia estresante dentro de un bolso acolchado con olor a remedio.

Las tasas de natalidad caen en los países centrales como aviones en picado, las sociedades de consumo se deprimen porque no logran engordar los mercados que adelgazan, las pirámides poblacionales tambalean porque sus bases se aguzan y sus vértices se aplanan. Solos, solas y soles hacen muecas de disgusto cuando un bebé ingresa a la cabina.

Pocos años antes de la pandemia, en aquellos días dorados de vuelos transeuropeos por moneditas, disfruté de un aperitivo en uno de los bares más exclusivos de Milán, uno de esos locales donde es común compartir la atmósfera con un sultán y su corte, tres o cuatro apellidos de Hollywood y perfectos desconocidos que -por el sólo hecho de estar allí- uno intuye destacados por prontuario o billetera.

No recuerdo cómo llegué ahí, pero decidí llevarme unas cuantas servilletas para recordarme en un lugar al que no regresaría. Un papel exquisito, pura fibra de algodón tersa y absorbente de un color crema muy delicado y apenas gofrado, con la dirección del local en una tipografía muy discreta por toda distinción y marca. Cuando regresé a mi realidad argentina abordé un colectivo de larga distancia para volver a mi pueblo y compartí fila de asientos con una joven y su hijo de unos cuatro años. El pibito tenía un resfrío importante con mucha flema que en un momento vomitó. Metí mano en mi mochila y ofrecí a la mamá mis servilletas de 10, Corso Como.

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