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Cuaderno de Viaje: El último puestero del Champaquí

En las épocas doradas para el campo, 16 puesteros custodiaban el cerro más alto de Córdoba. Hoy sólo queda don Marcos, en Las Pampillas, con sus ciento y pico de años.

Marcos Domínguez tiene la mirada fija en una torta de chocolate y confites azules. Está a punto de soplar una vela que, en lugar de tener números, dice “sin cuenta”. Y cuando lo hace, agachando su sombrero de ala ancha, una multitud lo alienta como si fuera una estrella de rock. “La vida es para estar contento. No hay que pensar macanas”, diría aquella noche del 20 de septiembre de 2014, cuando en su puesto de montaña celebraba su cumpleaños quizás número cien.

Sus allegados estiman que este paisano ya ha alcanzado los 110 años, pero son sólo suposiciones. Cuando nació en Paso de Garay, su madre Bautista Giménez no lo inscribió en el registro civil. Más o menos 15 años después, él mismo se enroló en Alta Gracia. “Siempre que lo ves, está haciendo algo –cuenta su sobrino nieto Edgar Domínguez, 37 años, picapedrero en Las Rabonas–. Se acuerda de los detalles, aunque a veces exagera”.

El día posterior a su cumpleaños, Marcos se sienta en el patio y recibe un té con sus manos, que parecen dos guantes estrujados. Como acostumbra desde chico, se guarda el trozo de pan en el bolsillo, para cuando el hambre lo asalte. Y allí cuenta que es el último puestero del Champaquí, el pico más elevado de Córdoba, con sus 2.790 metros de altura: “Supimos ser 16, pero todos se fueron muriendo o vendieron sus tierras por poca plata”.

–He sufrido muchas calamidades –relata, con acento serrano–. No sé si mis papás me querían. A los 12 años me conchabaron para una estancia. Se había ido el puestero y me mandaron a cuidar las ovejas. Mi papá me dejó ahí; solo. Volvió a los ocho meses y yo andaba descalzo, sin nada para comer.

Con don de autodidacta, aprendió a armar látigos de 13 tientos con sólo mirar a un artesano. Por corto tiempo fue a la escuela, en Nono, pero allí se dormía. Unos quinteros de San Lorenzo le enseñaron a leer. “Una vez que conocí las letras, yo les hacía hablar cualquier cosa”, dice.  Trabajó en las canteras de mica y se volvió por su vicio con el alcohol: “Todo lo que ganaba iba para el vino. Ni apero tenía”. Regresó a la estancia La Trinidad y se hizo de una majada mediante el sistema “el tercio”: por cada tres cabras que nacían, una iba para el puestero.

Buscando un lugar donde criar sus animales llegó a Las Pampillas, en 1949. Por ese entonces ya estaba casado con su primera esposa, Carmen Antonia López. Tuvo un hijo, Alberto, y se estableció como puestero en esas 247 hectáreas con sus 70 cabras, 18 vacas y cinco caballos. Ubicado a 13 kilómetros de Villa Alpina –seis horas a pie o tres a caballo–, el puesto de don Marcos tiene una excelente vista al Cerro Negro, vecino del Champaquí. El pasto bien cortado simula una mesa de billar, y dan ganas de rodar como cuando uno era niño.

–Eran lindas esas épocas. Salíamos a campear “liones” –agrega, en referencia a los pumas–. El último que agarré era un bicho largo, grandísimo, gordo. Recién aclaraba y salía del filo. Primero le solté los perros. Después corté un palo, até mi cuchillo con el cinto y le pegué en la cabeza. Palos y más palos. Le puse el lazo por el cogote y se murió. Tenía un olor a zorrino bárbaro.

Eran épocas de oro para el campo, o mejor dicho, épocas de berilo. El mineral verde, que se usa para fabricar aceros resistentes, abundaba en este rincón de Pampa de Achala. También cotizaban el cuero de potrillo y la lana, que aún no había sido suplantada por el poliéster. En esta comunidad de 16 puesteros, la sangre corría tanto como el vino. Las muelas se enlazaban como a un ternero rengo. Y los caballos se curaban con rezos y baldazos de agua fría.

El final fue triste y solitario. El puesto de montaña dejó de ser rentable, excepto para quienes se adaptaron y comenzaron a recibir turistas. Las nuevas generaciones emigraron a la ciudad, atraídas por las grandilocuentes promesas del consumo. “Hoy los chicos están en otra cosa. En los celulares –reconoce Marisel Domínguez, sobrina nieta de Marcos, mudada a Córdoba capital–. Los traés, pescan un rato y enseguida se aburren”.

Marcos, en cambio, nunca se irá. Y aunque su hernia no lo deje cabalgar, sabe que le queda una cuenta pendiente:

–Una madrugada que venía del almacén El Bordo, de Cumbrecita para el norte, vi una luz en el Champaquí. Una llamarada que ardía para todos lados. Al otro día, temprano, me fui a ver lo que era. Y ni rastros de quemazón. Nada, nada. Entonces me supo decir un hombre, don “Pancho” Ledesma, que en el cerro había una mina de oro, con un pico plantado encima. Quiero ponerme bien para ver si lo hallo.

El viejo repite que sólo se irá de aquí en el cajón, cuando se muera. Mientras tanto resiste. Como el último individuo de una estirpe que se niega a desaparecer.