Llegar al final del recorrido de la línea D, en el subte de Nueva York, es como caer en la madriguera de Alicia en el País de las Maravillas y salir en otra dimensión absolutamente mágica: Coney Island.
Muy lejos parece haber quedado esa ciudad llena de edificios y movimiento. De repente el tiempo pasa más lento, el aire cambia y se vuelve húmedo y salado. Ahora el paisaje es de casas bajas, señoras sentadas en reposeras en la vereda, mar, arena, sombrillas y tranquilas caminatas por la rambla. Junto a esa extraña calma marítima empiezan a escucharse música y gritos de emoción que nos indican que llegamos al mítico parque de diversiones. Enseguida se me contagia esa alegría eufórica del ambiente y dentro de mí siento que tiran un montón de fuegos artificiales.
Ingresar al parque es también viajar en el tiempo. Este lugar tiene más de 100 años de historia y conserva los juegos y estética de la época. Enormes carteles de colores saturados pintados a mano, luces, imágenes de payasos de antaño y toldos de colores rayados son parte del fantástico decorado. Hago mis primeros pasos y ya me encuentro con algunos clásicos: la tetera gigante azul y blanca con sus tacitas girando alrededor, el bellísimo carrusel y la histórica montaña rusa de madera. Se siente el traca traca traca de sus carritos moviéndose y los gritos después de cada bajada.
En el medio del parque se destaca la espléndida wonder wheel (rueda maravilla o vuelta al mundo), cuyos compartimentos se despegan del suelo y vuelan muy por arriba. Quiero subir pero nadie me acompaña, me quedo mirándola un rato e imaginando las increíbles vistas del mar y el barrio que deben apreciarse desde lo alto.
Todos los juegos que necesita un parque sensacional están ahí. Hay muchos de esos que hay que embocarle a un objetivo o derrumbar una pila de latas. También están los infaltables tren fantasma y autitos chocadores. Junto algunas monedas y me pongo a jugar al pinball, me queda un dólar y voy a que el famoso Zoltar me diga mi fortuna. Continúo caminando entre sus vibrantes juegos y colores, insisto en subir a la vuelta al mundo pero recibo una negativa otra vez, así que sigo andando. Me topo con una esquina alucinante que promociona un show de freaks y en cuyas paredes tiene pintados con una estética muy retro a distintos artistas como un escapista, la mujer elástica, la traga sables, entre otros.
Comienza a caer la tarde y un señor con megáfono en la vereda anuncia el último show del día. Entro a una pequeña y cálida sala con escenario y me encuentro con un submundo cultural alternativo y bizarro totalmente fascinante. Me recuerda a la emoción y sorpresa que sentía cuando era muy niña y me llevaban a los circos que pasaban por la ciudad.
Coney Island no sólo es un viaje en el tiempo y a la diversión, sino también un elogio a las tradiciones circenses clásicas, a un arte performativo diverso, nostálgico y alegre. Una oda al entretenimiento del siglo pasado.
No pude dar la vuelta al mundo y es, sin dudas, algo pendiente que guardo y ansío concretar, pero hasta entonces tengo el recuerdo de ese viaje al maravilloso mundo de Coney Island.