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El París de la dama de hierro

La París que no  está en  los folletos (Fotoilustración / Javier Candellero).
La París que no está en los folletos (Fotoilustración / Javier Candellero).

“El ser que no viene seguido a París, nunca será completamente elegante”, dijo Honoré de Balzac. Para conocerla, nada mejor que de la mano de quien la vive desde hace muchos años. La dama de hierro no es Margaret Thatcher, es la torre Eiffel.

El taxi dobla y choca contra el obelisco egipcio de la Concorde, iluminado a gas, mudo observador del cuello de María Antonieta. El moro acelera por 20 euros. La nieve viste la fila de castaños de le Jardin de Tuilleries a lo largo de la rue Rivoli hasta frenar en la obviedad, parida con destino provisorio y a lo largo de un siglo, trampolín de menos de 350 suicidados que subieron para caer.

En el centro, una torre construida con motivo de la Exposición Universal de 1889. Monsieur Eiffel estaba enamorado de una mujer que se llamaba Amélie. Por eso su inclinación e inspiración artística, por la letra A, que domina el cielo de París desde hace más de un siglo. La torre que lleva su nombre.

L\'être qui ne vient pas souvent à Paris ne sera jamais complètement élégant (El ser que no viene seguido a París nunca será completamente elegante), declamaba Honoré de Balzac. El resto, pura zozobra y savoir-vivre parisiense.

Pero la prensa anunció la probable demolición de la torre. Los menos crueles la definían como “inútil y monstruosa”. El escritor Guy de Maupassant ­sería brutal: “Dejé París porque la Torre Eiffel finalizaba por ­aburrirme”.

Son 1.665 escalones, 325 metros. Víctor Lustig, encargado de vender el despiece, convocó a las cinco compañías más importantes de recuperación de metales. La reunión, discreta, fue en el exclusivo Hotel Crillon, frente a la plaza de la Concorde. Lustig recibió el cheque, y escapó a Austria. El hombre que vendió la Torre Eiffel se había hecho pasar por un agente del gobierno. La gran estafa ocurrió en 1925.

La “dama de hierro”, en este preciso instante, viste los colores del arco iris. En las terrazas de los cafés, las mujeres, como estatuas, visten de Isabel Marant, bolso Birkin de Hermès.

El Louvre

Las soledades voluptuosas se inclinan en las galerías imperiales. Alrededor de la pirámide de cristal, los perfiles se imponen bajo las luces calibradas. Los cuerpos, las escenas, transpiran versos de Apollinaire, Henning, Théophile Gautier.

Las galerías hierven en el museo más grande del mundo: el Louvre. Una mujer es la Femme piquée par un serpent, obra de Auguste Clésinger. Prosiguen, sin interrupción, La Grande Odalisque, de Ingres; La Mort de Sardanapale, de Delacroix, y Centaure enlaçant une bacchante, de Johan Tobias Sergel.

Alrededor del patio interno de la antigua residencia de Luis XIV, hay hombros griegos, manos medievales, senos renacentistas, glúteos romanos, cuellos y curvas románticas y las piernas de la modelo de François Boucher, una de las poses más provocativas de la historia del arte. Afuera, París.

La capital se enciende

En el número 15 de la place Vendôme, en el corazón palpitante y octagonal del París más estrellado, el edificio se rasga las vestiduras, circundado por la fachada del palacio del sultán de Brunei, la boutique Cartier y el café Castiglioni.

El cinco estrellas sinónimo de lujo, belleza, y sofisticación del mundo, peca de modestia. El desafío contemporáneo del Ritz habla bien del Ritz. No se acuesta en la gloria. Se incomoda y va por más. De 159 habitaciones (56 suites y seis suites de prestigio con balcón hacia la place Vendôme), el hotel aspira a la nominación, el galardón, de Palace.

César Ritz, un hotelero de origen suizo, pidió un préstamo y compró, en 1898, un edificio que lo trascendería. Su apellido se convertiría en sinónimo de capital del lujo y la mundanidad. El escritor Marcel Proust era uno de sus tantos clientes fashion de la primera época.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Ritz Paris, en la ciudad ocupada por los alemanes, sería el búnker de la Lufwaffe, la temeraria fuerza aérea del Tercer Reich. Herman Göring, cabeza de la Lufwaffe, se instaló en una de las suites y las escalinatas del hotel serían la pasarela de recepción de los invitados del Führer.

El escritor Ernest Heming­way, al final de la guerra, liberó el bar del Ritz, en esos días gloriosos de la liberación de París. Se acodaba en la barra del bar, que en su honor se llamaría Hemingway, capitaneado por el barman Colin Field.

Con el tiempo, las suites serían designadas en honor a sus residentes ilustres. Coco Chanel no pasó una noche, vivió allí durante tres décadas. El actor Charles Chaplin se derretía como un gato, en los camastros, en las alfombras del hotel, sobre las mesas de L’Espadon, el restaurante –recompensado con dos estrellas en la guía Michelin–, sublime hasta la indecencia, donde pasan los mejores chefs de la orquesta culinaria mundial.

Le Ritz Paris est l\'hôtel le plus romantique au Monde. Une femme se sent réellement aimée si un homme l\'y emmène (El Ritz París es el hotel más romántico del mundo. Una mujer se siente realmente amada si un hombre la invita a ese lugar), dice la belladonna y actriz Sofía Loren.

El heredero natural de César, el fundador del Ritz, fue su hijo Charles, quien murió prematuramente en 1976. Los descendientes de la familia, desconcertados, aceptaron la oferta y tres años más tarde vendieron la mina de oro, a un empresario egipcio: Mohamed Al-Fayed.

El hotel de lujo más codiciado del ámbito mundano siguió, sin sobresaltos, su curso. El edificio, lógico, fue declarado monumento histórico. Pero, en 1997, el Ritz fue noticia. La princesa de Gales, Diana, y su amante, Dodi Al-Fayed, hijo del emporio Ritz y Harrods, cenaron en la suite imperial y se subieron a un Mercedes blindado. Perseguidos por los paparazis, se accidentaron en un túnel, bajo el delicado puente de L’Alma. Los amantes murieron en el acto, a metros del hotel estrellado.

El Ritz Paris, oficiosamente considerado Palace, no tiene, sin embargo, la nominación oficial (hay sólo siete en la Ciudad Luz). Sin escrúpulos, el hotel cerró su edén en 2012 para abrir en el 2015, con los tacones de punta. Será, sin lugar a dudas, nominado. Una distinción que excede las estrellas, que se impone en otro plano del lujo: un palacio parisino.

Transformación, todo cambia

Desde la piel al cristal, pasando por la seda, la porcelana, la relojería. Hermès, donde “todo cambia y nada cambia” (parte del Grupo LVMH, la primera firma del gran lujo mundial) marca discreta la tendencia. Los clientes H, ese “artesano contemporáneo desde 1837”, se aggiornan para el fin de semana. La cita, puro savoir-faire, será en Chamberry, en Chantilly o en el hipódromo de Longchamp, para el Premio Qatar Arco del Triunfo, donde primarán los sombreros sobre mujeres y hombres de cultura supina, según el protocolo.

Triángulo de oro

En el triángulo de oro hay, a cualquier hora, colas en la megatienda y hemeroteca Vuitton, de los Campos Elíseos. Hay filas marciales a lo largo de la avenida Montaigne, frente a L’Avenue, el bar fetiche de Tierry Ardisson, Rihanna, Hugh Grant, Mónica Belluci y muchas princesas árabes y nuevos ricos rusos.

Incluso en las calles adyacentes del triángulo, François Ier y George V, el cielo se envuelve con los acordes de Phoeber Killer, BB Brune y Benjamin Biolay. Es la Vogue Fashion Night y pululan las mujeres (crecidas con la revista desde la cuna), después de la manicura con uñas verde militar y rojo Dior en los labios, las nuevas tendencias de la temporada primavera / verano.

Grecia en París 

Un periodista le dio el nombre. La Nouvelle-Athènes tiene una arquitectura neoclásica, influenciada por el arte greco y el apoyo de sus habitantes, los artistas románticos, a la guerra por la independencia griega (1821-1827) contra el imperio otomano.

Era el búnker del círculo de intelectuales y artistas que se reunían alrededor de una mujer con nombre de hombre, George Sand, seudónimo de Aurore Dupin. El círculo murió a fines del siglo 19 y la reflexión se mudó, en las primeras décadas del siglo 20, a Montparnasse, alrededor de la Lost Generation y, en tiempos de posguerra, a Saint-Germain-des-Prés, alrededor de Jean-Paul Sartre.

Ahora, en la iglesia griega ortodoxa (Saints Constantin et Helene, 2 bis, rue Laferrière), huele a incienso. El patriarca sermonea a medio centenar de personas, primero en griego, luego en francés.

Los muros, cuadriculados por placas de metal, definen el distrito IX. “Richard Strauss (1813-1883) vivió en este inmueble desde octubre de 1860 a julio de 1861”. El célebre escritor Dominique Fernández, desde su departamento, enumera: “Zola, Manet, Renoir, Bizet, Tourgeniev, Nerval, Breton”, y evitamos pensar en la próxima esquela: “Dominique Fernández, escritor, miembro de la Academie Française, vivió en este inmueble”. En la boca del subte hay ratas que, según cifras oficiales, duplican o cuadruplican a los parisinos e inmigrantes.

“Los inmigrantes son gente que sigue soñando con ir a París incluso viviendo en ella, porque se puede vivir en París sin entrar en ella”, dice Santiago Gamboa. García Márquez pedía limosna en el metro para cerrar Cien años de soledad y Cortázar se consolaba desde su habitación: no ser nadie en una ciudad que lo era todo, era mil veces mejor a lo contrario.

Cerrado por refacciones

Los hoteles no duermen. Se degustan. Hay alquimias de barmans con manos de cristal, espacios ergonómicos, oro en las aberturas y lounges bañados por una lluvia de Dalida, esa voz italiana nacida en Egipto, cuya tumba-mausoleo, en el cementerio de Montmartre, es pura sensualidad.

Las plumas brillan sobre el Palace Plaza-Athénée (Prix Villégiature); el Four Seasons Hotel George V, y el Hotel Meurice (donde pernoctan, de paso por París, algunos jefes de Estado, como Cristina Fernández).

Los hoteles que desean ser Palace y los Palace que aspiran a más, cerraron sus puertas para abrir aún más dorados y sofisticados. El célebre Crillon –con apelación de Palace–, en la place de la Concorde, junto a la Embajada de los Estados Unidos y frente al Espace Pierre Cardin, bajó el telón hasta 2015. Detrás del velo –una fachada ficticia– se cuece un vasto proyecto de renovación y restauración. Es difícil sopesar cuánto más delicados serán esos balcones donde se hospedaba Michael Jackson, por citar a uno de los huéspedes menos conocidos del planeta people.

Para esta nueva aventura glamour, lógico, el genial director artístico de la maison Chanel (desde 1982), Karl Lagerfeld (KL), fue coronado, una vez más. En este caso, fue el elegido para imaginar y redecorar dos de las más prestigiosas suites del hotel –concebido y abierto en 1758– según su magnánimo deseo en pleno respeto a la herencia y origen del Crillon.

Forbes, Tarantino y baja el telón

Jorge Forbes es el periodista argentino de París por excelencia, tras sus más de tres décadas en la capital francesa.

Su agenda (direcciones, contactos, amigos) es una mina de oro. Forbes, corresponsal estrella

de Víctor Hugo Morales, trabajó para la Unesco y, durante tantos años, en la prestigiosa AFP, la agencia de noticias francesa.

Al mediodía, Forbes escucha tangos en su departamento de la rue de Buci, donde el poeta Arthur Rimbaud pernoctó tiempo atrás. El periodista sale, baja los cuatro pisos y con paso seguro camina por las calles que le son propias, en el barrio Latino. Se sienta a tomar su café en el bar de la esquina (Bar du Marché, rue de Seine y rue de Buci). Se instala en la terraza. El mozo lo reconoce, y festeja.

El vecino Tarantino

En la mesa vecina, a menos de un metro a la izquierda de Forbes, el cineasta Quentin Tarantino mueve sus labios. Lee La Montaña mágica, de Thomas Mann, en una edición de tapas duras. Forbes habla de su amigo, allá lejos, en Buenos Aires, el artista plástico Carlos Regazzoni. Forbes extraña a su otro amigo, muerto, el fotógrafo Pepe Fernández, el Korda de Borges.

Tarantino toma su jugo de naranja con sorbete. Cerca duermen dos revistas: Edwarda y Jalouses. La mesa está tapada de papelitos con números de teléfono que le dejan morenas, rubias y asiáticas. Tarantino inclina sus anteojos blindados, se despabila y deja dos euros de propina.

Vestido con zapatillas Adidas anchas, jeans anchos (dos talles más grandes) y una camisa a cuadros, se evade hacia su ancho chofer-guardaespaldas que lo espera en la esquina, con la puerta abierta de un Mercedes plateado.

Forbes toma una pausa en la terraza de Da Rosa, una épicerie (tienda de comestibles) fina de la rue de Seine. Al lado, en el discreto hotel La Lousianne, cuenta Forbes, se hospedaron Ernest Hemingway, Jean Paul Sartre, Miles Davis, John Coltrane, Antoine de Saint-Exupery, Jim Morrison, Juliette Greco y Salvador Dalí.

Las historias y lugares se prosiguen en la voz, bella y concreta, de Forbes. Relata las anécdotas cercanas de los argentinos en París, de María Elena Walsh, Jorge Luis Borges, Leda Valladares y Julio Cortázar.

El París de Forbes almuerza en El Café de Paris o en el Atlas, en la peatonal de la rue de Buci, antes de viajar, a

unos cuatro metros, al lugar donde se construyó la primera gui­llotina y donde el revolu­cionario e iluminado Jean-Paul Marat imprimía sus incen­diarias proclamas ca­paces de destituir al rey

en pos de instaurar una dictadura que asegurase el bienestar del pueblo.

En bicicleta

En la rue Saint-Denis, centro de París, fue el teatro de Frand Ferdinan, barricadas y cólera. El cólera mató el 18 por ciento del censo de 1832. A unos metros, en la rue Blondel, lo de siempre: las viejas prostitutas de tapados de piel sintética sobre cuerpos tapados de cueros, belle époque, de sombreros y encajes.

Blondel es una larga sala de espera con prístinos salones de baile (había orquestas) y el Rex Club (5, boulevard Poissonniere), cueva de David Guetta y Mo­hamed Dia. A un salto, la Biblioteca Nacional de Francia (58, rue de Richelieu). Los estantes soportan todo lo impreso desde Francois I (XIX): pergaminos, manuscritos de Marcel Proust y Víctor Hugo y una Biblia de Gütemberg.

Le Marais es un trío formado por gays, judíos y milongas. En la rue Sainte-Croix-de-la-Breton­nerie, se apilan las estanterías de la librería Les mots a la bouche; las habitaciones del hotel Central; las agencias de viajes con destinos homo (Túnez, Egip­to); la boutique Free “P” Star, y la terraza de Le Mixer Bar.

En la rue des Rosiers, el apocalipsis de los falafel, popularizado por la diáspora idish, son bolas fritas de garbanzos, salsa de yogur y berenjena. En la esquina, de postre, un strudel rumano de Florence Finkelsztajn. En el Pletzl, que incluye la rue des Ecouffes, hay ashkenazes, sefardíes, de Europa del este o de África del norte. En 1950 ocuparon los edificios medievales y se sentaron a trabajaron los tejidos hasta la deportación, mariscal Pétain de por medio, a Auschwitz. Le Marais se despobló. Hay algunos sobrevivientes que volvieron: los sefardíes.

El mismo de siempre, palidez de alienado y barba de tres días, vende L’Actualitet juive y Ha\'aretz. En la Kosher Pizza, los clientes se pliegan, sacan los cables y rezan, frente al muro, frente al texto de la Torah. Hay un rabino, de barba sedosa, y el vendedor de lotería debajo de la kipa. De fondo, Billy Holliday.

La ortodoxia idish se restriega casi en la frontera de la rue Vielle du Temple, donde se contornean las siluetas al ritmo del tango en el Bistrot Latina (20, rue du Temple).

Es París. Más de dos millones de habitantes intramuros; más de 12 millones extrarradio, y desti­no del mundo, con más de 40 millones de turistas por año.

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