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Descanso de celebridades

Este de París, distrito 20: al costado de la boca del subte hay un quiosco que no vende imágenes con tumbas, sino remeras y postales con el rostro de Jim Morrison.

Alrededor, suenan las bocinas. El tráfico es denso a lo largo del bulevar de Menilmontant. Hay floristas, restaurantes árabes, farmacias y casas funerarias. Al frente, detrás de los muros protegidos con alambres de púa, descansan los muertos, en uno de los cementerios más célebres del mundo.

El cementerio Père Lachaise tiene el tamaño del Estado de la Ciudad del Vaticano, es el parque más grande de París, y uno de los cementerios intramuros más grandes y famosos del mundo.

Concebido como un parque inglés, el perímetro interior del Père Lachaise es circular y laberíntico. Tiene 44 hectáreas, un centenar de gatos y cuervos, más de 5.000 árboles, dos millones de visitantes por año, 70 mil tumbas y un millón de muertos.

Se escucha el aleteo de los pájaros. La gente lee en los bancos, los gatos se pasean entre las tumbas. Como un paraíso soñado por los paparazzi, este lugar  reúne ilustres celebridades de los últimos 200 años.

Última dirección. La tumba está escondida detrás de unas ramas, como si prefiriera ver, más que ser vista. Se vislumbran apenas las letras talladas sobre la piedra: Nadar. Félix Nadar (1820-1910). Fotógrafo.

Félix Nadar tenía talento para estar en el momento y tiempo indicado.

Se convirtió, con rapidez, en el fotógrafo de los glamorosos artistas decimonónicos. Frente a su objetivo desfilaron los nombres más ilustres. Retrató al músico Giacchino Rossini, a la actriz Sarah Bernhardt, al poeta Gérard de Nerval y al escritor Honoré de Balzac. El paso inexorable del tiempo los reunió a todos bajo el mismo cielo del Père Lachaise.

Antes, en estas tierras, crecieron viñas, se paseaban jesuitas y era la residencia del confesor del rey Louis XIV.

Fundado en 1804, los primeros años del cementerio fueron un fracaso. La zona era pobre y popular. Los parisienses se negaban a enterrar sus muertos en un lugar de mala reputación.

Se decidió, entonces, transferir los restos de algunos personajes célebres: Héloïse y Abélard (los amantes trágicos del Medievo), y los escritores Molière y La Fontaine.

Así, la nueva ciudad de los muertos obtuvo notoriedad. Con el tiempo, el cementerio sería uno de los principales puntos turísticos de la capital francesa.


Labios rojos. Sus últimos días fueron tristes. Estaba enfermo, solo y sin dinero. El escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) era dandy y poeta en iguales dosis. Sus transgresiones homosexuales e irreverencias mundanas, en plena aristocracia inglesa de finales del siglo 19, lo obligaron a dejar Londres, a pesar de su prestigio.  Le gustaba decir que todos los hombres matan lo que aman.

Desterrado en París, Oscar Wilde murió a los 46 años, un día oscuro y frío, frente a un hotel (rue des Beaux-Arts, distrito 6), donde le prestaban una habitación.

La tumba de Wilde, un enorme bloque de cemento de estilo egipcio, es una de las más visitadas. Lectores, amantes, turistas. Un lugar donde, además, se da cita la comunidad homosexual.

En el piso hay pétalos de rosas, cartas y velas prendidas. Se ven algunas viejas ediciones de El retrato de Dorian Gray, el libro fundamental de Wilde. En las paredes del sepulcro, las mujeres, siguiendo un rito, dejan marcados sus labios pintados de rojo. Pero las tumbas, aquí, no son iguales. El arte sepulcral y el paso del tiempo se ocupan de ficcionalizar la ausencia. La ostentación de las columnas de mármol cohabitan con sepulturas deshabitadas, bustos altivos con cruces raquíticas, el estilo art nouveau con el gótico o el griego, y pequeños sarcófagos egipcios con vitrales multicolores.