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Cómo regatear y no morir en el intento

Zoco. En los mercados árabes debemos estar dispuestos a negociar y abiertos a desistir si la cosa se pone tensa.
Zoco. En los mercados árabes debemos estar dispuestos a negociar y abiertos a desistir si la cosa se pone tensa.

Cuando se enteró que iba a Marruecos un compañero de trabajo me dio varios consejos que intenté seguir. Acá, algunas claves para entender por qué en el mundo de los mercados siempre se regatea. 

La primera vez que me enfrenté ante el incierto de que las cosas en realidad no tenían precio fue en la frontera entre Argentina y Bolivia.

–¿Adónde vas?

–A La Paz.

–¡Ah! Nosotras también, ¿cuánto te salió el pasaje?

–XXXXX, porque lo regateé. Acá siempre se regatea.

Cuando advertí que habíamos pagado el doble por el mismo pasaje, tuve el primer indicio de que en algunos países las cosas valían y salían según la cara del cliente. Bolivia, era uno de ellos y Perú, seguramente el otro.

Cuando llegamos a La Paz y frenamos el primer taxi empezó el entrenamiento que nos llevaría a obtener casi un máster en negociación.

–¿Cuánto hasta Calacoto?

–Tanto (un precio altísimo, aun para un suizo).

–No, gracias, buscaremos otro taxi.

–¡No, señoritas! Tanto (un precio del Primer Mundo, pero moderado).

–Mmm, somos de Argentina, ¿no lo puede bajar un poco?

–Sí, tanto (el precio ya era latinoamericano).

"Shico", mediano, grande

Hay un país a donde el capitalismo no llegó, pero el ventajismo está a la orden del día. Ese lugar es Cuba. La doble (y a veces hasta la cuádruple) moneda hacen que el viajero entre en una nebulosa de cálculos vanos de la cual es imposible salir.

La primera vez que fui, un amigo cubano me recomendó que siempre chapeé con que soy argentina. Puedo decir que me fue muy bien porque no sólo conseguí rebajar precios hasta colocarlos a estándares razonables, sino que además pude manejarme en moneda local sin sentir que estafaba a nadie.

“Shica, si te aceptan la oferta y te venden es porque el precio les cierra”, me dijo mi amigo. Por supuesto que en el medio hubo roces y taxistas que quisieron hacerme creer que 10 dólares no era nada para un viaje de 10 cuadras en un auto maltrecho.

“Lo que pagaste por ese mojito es lo que yo gano por semana”, me dijo una habanera una vez para retarme después de un traspié. Días después, sentadas en un bar me hizo las siguientes advertencias: “Un mojito promedio sale tres dólares; una noche de alojamiento guest house unos 30; un taxi en medio de la ciudad no puede salir más de 10 dólares. La lista de consejos era muy larga y proporcionalmente útil.

El laberinto árabe

No bien se enteró de que me iba a Marruecos, un compañero de trabajo me dio dos consejos: no te preocupes por el idioma, los que se van a ocupar de entenderte (y venderte) son ellos, y nunca agarres una mercadería si no la pensás llevar. Olvidó decirme que la negociación del precio, una vez decidida la compra, era tan radical como estresante.

Por ejemplo, un pañuelo que algunos compraron por cinco dólares comenzaba saliendo 50. Me sentí conforme con haberlo cerrado en 20. Bajar esos 15 restantes implicaba un ejercicio que podía minar mi humor para el resto del viaje. No compré casi nada, quería evitar el roce pero además no estaba dispuesta a ser estafada por falsos joyeros de falso oro o por adivinadores de la suerte, por más pintoresco que pareciera.

Cuando en Marrakech decidí que tenía que llevar souvenirs y sin querer toqué un plato de cerámica, el vendedor -al que desde un principio no le había entendido nada- me persiguió a los gritos como 200 metros por el laberíntico pasillo del mercado de la Plaza de Yamaa el Fna. Contrario a todo el mundo, en ese viaje no compré casi nada.

El frenesí asiático

En Chiang Mai, al norte de Tailandia, pasamos con amigas por dos mercados: uno chino y otro local. Para hablar solamente del chino necesitaría una columna aparte, pero contar lo que pasaba en la feria local permitirá entender por qué uno vuelve a casa con un millón de chucherías berretas que sólo te sirven para romperte la espalda si vas con mochila.

La herramienta de regateo en la zona era la calculadora. Preguntabas en inglés cuánto cuesta tal cosa y en lugar de responderte te entregaban una calculadora con una cifra con muchos ceros que casi siempre era mucho. Entonces, entendías que para negociar había que devolver la calculadora con otra cifra considerablemente menor. El aparatito iba y volvía sucesivamente, cada vez más rápido. En un punto de la negociación miré a los costados y vi a mis tres amigas haciendo la misma operatoria en distintos puestos. Éramos un caso perdido.

Tiempo después, cuando la adrenalina bajó y logramos reunirnos para ir a comer a un local fast food, descubrimos que habíamos comprado de todo y más. No sólo eso, varias cosas venían de par o acompañadas por un souvenir “atención de la casa”. Entonces, nos sentamos en la hamburguesería a recuperar energía, reírnos, enumerar lo comprado y hacer la lista de regalos. Había mucho por repartir.