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Vacaciones en Roma

Me enamoré de Italia mucho antes de conocerla. Fue por las películas, por sus palabras, por sus historias.

En el viaje, me entregué completamente a sus encantos, y la devoré con toda la pasión, el alma y el corazón con los que se vive un gran amor.

Roma se presentaba espléndida; una ciudad que llevaba su propio ritmo. Algo así como entrar de repente en un set de cine y encontrarse inmerso en una gran película. Es cierto que es una ciudad eterna: podemos viajar en el tiempo a la vuelta de cada esquina. Ahí están el Coliseo y los rugidos de antiguos leones, hoy custodiados por gladiadores caídos en desgracia que ofrecen fotos para los turistas; están los gatos de las ruinas del Foro Romano, traídos por Cleopatra desde Egipto; y está la Casa de las Vestales, un jardín de la época del imperio lleno de rosas y restos de estatuas de mujeres vírgenes, que se encargaban de mantener encendido el fuego sagrado del templo. También hay muchísimas iglesias, algunas con columnas de distintos modelos –en esa época, cada pueblo donaba una a los edificios religiosos y, por supuesto, no había acuerdo en materia estilística–; y una construcción de 2.000 años de antigüedad que aparece de repente en una esquina de las calles centrales: el magnífico Panteón y su cúpula, con un haz de luz que acaricia su interior.

Caminar por las callecitas de Roma es una búsqueda del tesoro constante. En esquinas y rincones (no tan) ocultos; entre casas y edificios bajos pintados en tonos terracota o mostaza y balcones con flores y ropa colgando; encontramos esculturas, fuentes, marcas de la tradición católica, faroles y objetos de otras épocas. Callejeando por la ciudad llegamos a la Fontana di Trevi, que es realmente majestuosa y está absolutamente colapsada de visitantes. Frente a la cámara, todos hacen el gesto de arrojar monedas al agua, para ver si se cumple la leyenda y aseguran su retorno. Sin embargo, también están, solos y en blanco y negro, Marcello y Anita, amándose en el agua y haciendo la vida más dulce. Ya cruzamos a Sophia Loren cantando sobre una de las terrazas de Piazza Navona, y a Audrey Hepburn paseando en Vespa y conociendo la leyenda de la Bocca della Veritá.

Roma también son árboles –sus altísimos pinos piñoneros, que pintan el cielo que rodea al antiguo imperio– y un río ancho y tranquilo que se llama Tíber (Tevere, en italiano). Son sus parques y plazas verdes, donde podemos descasar en un banco mirando un sendero repleto de más bustos y estatuas. Son muchísimas bocas de agua potable que brotan de asombrosas esculturas; la belleza hecha agua y piedra. Es ese escenario nocturno solitario, silencioso y cautivador.

Todo lo relacionado a comer y beber es un deleite en esta ciudad; una carta interminable llena de sabores con historia. Como los spaguetti alla carbonara, un plato que –dicen– surgió como tantas otras comidas: en época de penuria, de guerras. En una zona de granjas, los spaguetti, el queso, el huevo y la panceta –todos alimentos producidos en el lugar– dieron origen a esa combinación perfecta de sabor y textura. También son imperdibles los gelati, que se derriten rápidamente porque son pura crema y bien artesanales. En todas esas callecitas mágicas y escondidas que se abren discretamente en la ciudad encontramos hermosas trattorias, que ofrecen las mejores comidas. Para culminar el deleite gastronómico, tanto un vin santo con biscotti como el clásico café son excelentes opciones.

Roma es una ciudad llena de leyendas, un recorrido laberíntico de calles donde constantemente encontramos pasión por el arte, historia, creencias y placeres gastronómicos. Al fin y al cabo, no interesa que las historias sean verdaderas, sino que sean buenas y lleven a nuestra mente de paseo. Disfrutar de esta ciudad es también ser curioso y seguir nuestros instintos: doblar en esas calles que nos llaman la atención  “porque sí”, pedir eso en la carta que nos gusta cómo suena, jugar con nuestros sentidos y liberar nuestra imaginación.