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Una muralla de piedra y sangre de esclavos

Mirando a los piratas. La fortaleza es uno de los paseos imprescindibles de Cartagena. (JESSE KRAFT / 123RF)
Mirando a los piratas. La fortaleza es uno de los paseos imprescindibles de Cartagena. (JESSE KRAFT / 123RF)

"Cartahena es la cara de Colombia”, fue lo primero que dijo esa mujer tan negra y vestida de tan blanco que me acompañó en el carro desde el aeropuerto Rafael Núñez hasta el centro histórico. 

"Cartahena es la cara de Colombia”, fue lo primero que dijo esa mujer tan negra y vestida de tan blanco que me acompañó en el carro desde el aeropuerto Rafael Núñez hasta el centro histórico. Y lo pronunció así, Cartahena, con la ge tan muda como la hache y una sonrisa encantadora.

Ella fue la primera cara de Cartagena, la primera voz, la primera burla –con un respeto tan grande como incómodo– por mi ropa traída del frío argentino. La primera sugerencia: un cambio de vestuario urgente.

A las 9, la temperatura ya superaba los 30°. Por la costanera, rumbo al hotel, el mar estaba tan cerca. Las playas de Marbella, las menos bellas de esa porción de Caribe colombiano, servían de introducción para el relato de Carmen, que a regañadientes me dijo su nombre, como si hablara en nombre de una ciudad.

¿Qué no me puedo perder? “Tiene que bailar, señor”. Lo dijo más como un desafío que como una invitación, quizás porque intuyó mis dificultades para soltar el cuerpo y las caderas: al fin y al cabo, rápido dejé pistas de mi ADN (Argentino De Nacimiento).

En minutos el carro tocó la bocina porque sí (lo hacen todos, aún sin tránsito a la vista ni congestión), dio una vuelta y se metió en la muralla, construcción de piedra y sangre de esclavos. Más tarde me contarían de las otras murallas cartageneras, ni tan publicitadas ni tan bonitas, pero que se erigen casi tan impenetrables.

La muralla quedó atrás al ingresar por el arco de piedra en los callejones de un centro histórico repleto de casas pintorescas, con sus balcones llenos de ladrillos y raíces vistas, flores y mucho verde. “La Universidad de Cartahena es el orgullo de todos nosotros”, agregó al pasar junto al enorme edificio rosa viejo (allí es todo rosa viejo, verde viejo, azul viejo, con claros nuevos esfuerzos por verlos viejos). Me dejó en el hotel recordándome que debía bailar y ponerme una camiseta (de remeras nadie sabe), y tras el check in, era tiempo de una caminata.

Ventas al por mayor

¿De dónde vienes? Un vendedor ambulante que pareció simpático fue el siguiente contacto con la ciudad. Decir Córdoba para algunos sería “la Mona Jiménez”; para otros, “Talleres”; o Maradona, Messi, Pekerman. El fútbol fue la forma de abordarme con sus brazos de pulpo, con collares preciosos de piedras cualquiera colgando como un sauce llorón.

Yo no quería comprar, quería hablar; pero él sólo quería vender. Durante una insistente cuadra y media, mientras más me acercaba a la muralla él bajaba más el precio. Pareció no entender el no, el recién llego, el después te busco, hasta que desistió. Pero parecer tan vulnerable sólo generó que otros dos vendedores se sumaran a la procesión de collares y rosarios a bajo costo, mientras me hablaban de sus Córdobas o de sus Argentinas. Y yo no quería hablar de aquí, quería saber de allá.

La amabilidad de todos se terminó cuando se dieron cuenta de que vender era una misión imposible, y la verborragia se convirtió en una mueca parca y de fastidio y una media vuelta hacia objetivos más tentadores.

Así llegué a la muralla: 11 kilómetros de piedra construidos durante décadas con esclavos traídos de África. Cuentan que fueron 2,1 millones, y algunos alimentan la idea de que con su sangre se hizo la mezcla para pegar las piedras del murallón. Entré sin mapa en el punto en que se cruza con el Teatro Heredia. Pedro de Heredia, fundador, tiene esculturas en su memoria... y en el olvido un prontuario interesante como noble madrileño, asesino, violador, esclavista y ladrón. Certificado de conquistador, digamos.

Cuando pareció haber llegado el momento de la foto en los cañones apuntando al infinito mar en el que alguna vez hubo piratas, me interrumpieron para decirme que sólo eran réplicas, que cuando se fueron los españoles se llevaron sus cañones reales, pesadas piezas de hierro muy valiosas: se llevaron su hierro... y nuestro oro.

Tampoco eran originales las argollas en las que los esclavos estaban encadenados al paredón, pero fueron puestas para que nadie pierda la perspectiva de lo que ocurrió. Los esclavos debían enfriar los cañones con agua, luego de quedar al rojo vivo tras disparar balas a 1,5 kilómetros de la costa.

El guía accidental, que no vendía nada más que su propia versión de la historia (a la que también le puso precio), regaló su interpretación de la bandera instaurada con la independencia, en 1811: “El rojo es por la sangre de los esclavos, el amarillo es por el oro, el verde por la naturaleza, y la estrella blanca porque es una de las primeras ciudades fundadas”.

Su versión dista de otras más repetidas y reputadas: que el rojosangre es por los patriotas que dieron la vida, el amarillo por el sol de la libertad, el verde por la esperanza de una patria digna y la estrella de ocho puntas por las ocho confederaciones que formaban el Estado Libre de Cartagena. A falta de cualquier documento oficial que respalde una u otra postura, su explicación resultó casi tan real, pero más atractiva.

Carga emocional

Antes del mediodía el sol estaba peor que nunca, y aparecieron los vendedores de sombreros para ofrecer sus propias sombras personales. Se puede salir por el Callejón de los Estribos con cualquier excusa. Es curioso lo fácil que puede ser perderse en el centro histórico, pequeño pero laberíntico, donde cada cuadra tiene un nombre y una carga emocional: De la Amargura, De la Inquisición, De la Soledad, De los Santos de Piedra, Del Arzobispado.

Entré en la oficina de turismo, en el corazón de la Plaza de la Aduana, un triángulo precioso de día que de noche es genial. Allí sólo me dieron un mapa sin datos, dos folletos de agencias, tres frases escuetas e imprecisas, ninguna recomendación. Ni fue interesante ni alcanzó el tiempo para retomar el aire perdido en la asfixiante caminata inicial.

Al volver al hotel pasé por la Plaza de los Coches y la Torre del Reloj, y en un barrio más histérico que histórico encontré ferias de dulces, de flores, de frutas y de mucha fritanga.

Algunos me guiaron más o menos bien, otros más o menos mal, pero pude volver al hotel cerquita de la iglesia y el monasterio San Pedro Claver. Era imposible volver a perderse... pero en Cartagena es tan fácil perderse como enamorarse.