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Tres días para llegar a Laos

"Si tenemos apuro por llegar a destino, una pena o un viejo amor, lo mejor es dejarlo ir", Tummarat Kornmakiaw.

Tras más de seis horas de navegación por el río Mekong en el Sudeste asiático, no había indicios de llegar a destino. El precario barco de madera avanzaba lento por las aguas amarronadas, que reflejaban una puesta de sol inabarcable para la vista.

En los asientos de enfrente, dos hombres tenían la mirada perdida en el horizonte. Vestían camisas militares, con tramas verdes y marrones de camuflaje, que recordaban la Guerra, cuando Laos, Camboya y Vietnam se desangraron frente al bombardeo norteamericano.

El de la derecha aparentaba ser mayor. De tez morena y mirada cansada, llevaba un gran anillo de oro. Estaba justo por registrar esta escena en mi cámara cuando un gesto de aquel hombre me sacó por completo de mis pensamientos.

De un bolso azul, sucio y gastado sacó un racimo de bananas. Con toda la naturalidad del mundo, me ofreció parte de su botín. Ni siquiera preguntó si quería. Repartir las pertenencias es una costumbre muy arraigada en Laos. Aquí la gente comparte todo lo que tiene.

Lo descubrí un día en que iba caminando por las calles de Luang Prabang (ya en el corazón de Laos) y escuché una música en el interior de una vivienda. Me detuve a curiosear y, antes de que pudiera darme cuenta, una señora en ojotas y falda violeta me invitó a unirme a la fiesta.

El río Mekong es la principal vía de transporte en Laos, país que limita hacia el oeste con Tailandia y Myanmar (ex Birmania) formando el llamado Triángulo de Oro, porque allí se intercambiaban mercancías en la antigüedad.

También llamado Mae Nam Kong (madre de todas las aguas), nace en el Tíbet, al pie del Himalaya, y recorre cerca de 4.900 kilómetros hasta desembocar en Vietnam, donde se mezcla con el mar de la China meridional, formando uno de los mayores deltas del mundo.

Luego de 15 días en el Sudeste asiático, el viaje se orientó hacia Laos, un destino más tranquilo, de reservas naturales y cascadas turquesas. Pero era difícil imaginar que para llegar desde el norte de Tailandia (Chiang Mai) hasta Luang Prabang íbamos a necesitar tres días.

En el marco de un viaje de un mes suena a verdadera amenaza para la mente occidental. El corazón se impacienta y las manos comienzan a sudar porque estamos acostumbrados a ganar tiempo y a comprar todo ya. Pero a medida en que pasaban las horas, el ritmo acelerado iba cediendo ante el apacible curso del río. Como quien pierde una batalla sólo por la negación de querer librarla.

Tras llegar a Huay Xai (Hok Say), la primera ciudad de frontera, había que comprar los boletos en el llamado “barco lento” porque demora dos días para llegar, previa parada en la ciudad de Pakbeng.

Vino bien recordar las palabras de Tummarat Kornmakiaw, un joven monje tartamudo del templo Chedi Luang de Chiang Mai: “Buda nos enseña que no debemos aferrarnos a los sentimientos que nos oprimen el corazón. Si tenemos apuro por llegar a destino, una pena o un viejo amor, lo mejor es dejarlo ir”.

En el muelle, esperando la embarcación, lo primero que vimos llegar fue un barco de madera, al estilo de una gran piragua, sólo que con techo. Los costados estaban rodeados por pasamanos que parecían sacados del balcón de un cabaret de cancán, como los que abundan en Laos por haber sido una colonia francesa.

Tenía dos filas de asientos tapizados que habían sido extraídos de un colectivo. En la proa, la silla del capitán, un pequeño motor y la caja de cambios. También en la parte de adelante estaba la “casa de los espíritus”, el pequeño altar que existe en todas las viviendas del Sudeste, donde se rinde culto a Buda.

Con una hora de atraso, salimos hacia el destino. El río no parecía ser muy profundo y tampoco ancho, ya que se podían ver las dos costas de tierra colorada, laderas y algunas rocas negras.

Cada 50 kilómetros pasábamos por algún poblado, compuesto por cinco o seis chozas construidas de caña y techo de paja, en la ladera de alguna montaña verde. Y podíamos ver niños que pescaban, ancianos que se sentaban sobre sus talones y familias con mercadería que pasaban navegando en piraguas pequeñas.

Los dos señores de camisas militares no hablaban inglés. Pero eso no fue un problema porque enseguida con la guía turística leí algunas palabras en laosiano que venían con su traducción. Y cada vez, alguno de ellos se reía y me corregía la pronunciación.

“Sabaidiiiiiiiiii”, repetía nuestro amigo la palabra que significa gracias. “Kop Yai lai lai”, para decir muchas gracias. “Lakón”, significaba adiós. Y “Pak Kan Mai”, te veo luego. Cada palabra desataba un festín.

Tras dormir en Pakbeng, faltaban otras seis horas para llegar. Para ese entonces, el tiempo no era un problema. Allí esperaba una ciudad sin avisos publicitarios ni promesas de un mundo mejor donde el cerebro descansaba y la creatividad fluía.

Una sopa de calabaza con leche de coco fue lo último que recordé. El resto fue dormir, un largo y profundo sueño como no había tenido en años. Como una niña sumergida en los brazos de su mamá.