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Segunda lectura: un viaje distinto hacia Río de Janeiro

Antes de leer esta nota, tómese el tiempo de elegir alguna música que le transporte. Puede ser, por ejemplo, María Gadú. Deje que los sonidos invadan el cuerpo, no se va a arrepentir.

Mi amor por viajar comenzó acá, en Río de Janeiro. No necesité mucho para comprender que ésta es, como dice su himno oficial, una “Ciudad Maravillosa” (además de inabarcable).

En la avenida Atlántica, en esos icónicos mosaicos blancos y negros con forma de olas que bordean a la playa de Copacabana, me enamoré por primera vez del mar. Y sentí, con poco más de seis años, que él también se enamoraba de mí.

Rumbos 864 Copacabana
Rumbos 864 Copacabana

Con el tiempo tuve la posibilidad de volver. En las semanas previas, esa alegría carioca se mete en mi casa. Leo todo lo que encuentro a mano y no tan a mano; busco los fragmentos menos conocidos de la ciudad y armo mis propios recorridos.

Porque el Cristo Redentor, el Maracaná y el Sambódromo son símbolos que la identifican mundialmente, pero yo encuentro la belleza más allá de las estructuras previsibles y esperadas.

Estas son algunas de mis últimas experiencias; retazos sueltos, a modo de collage, como los mosaicos de la Escalera de Selarón:

1. Buñuelos de queso y jugos naturales. Comer en la calle siempre me hace sentir de viaje. Además, sacia uno de los lemas preferidos de mi ansiedad: lograr varios objetivos en una sola actividad.

En este caso, comer y observar con curiosidad lo que sucede mientras estoy sentada sobre una lona en la playa, en la banqueta alta de la barra de algún bar o en el pasto frente a la laguna Rodrigo de Freitas, en donde, al bajar la vista, un cartel invita: Pare aqui, aprecie a vida por um minuto e sorria.

Uno de los platos típicos, fácil de encontrar, es la feijoada: un guiso de frijoles negros acompañado de carne de cerdo, arroz blanco, farofa y trozos de naranja. En los carros, los bolinhos o buñuelos con mucho limón y los pasteis; una especie de empanada frita rellena de queso.

Y, claro, un jugo de frutas frescas en alguno de los locales abiertos y con pocos asientos que abundan en los barrios costeros y que incluyen mango, maracuyá, jengibre, zanahoria, remolacha, higo, miel y agua de coco. Consejo: inspirarse en el pedido de alguna persona local que se encuentre adelante.

2. Elegir la cerámica favorita de Selarón. Lapa y Santa Teresa comparten algo que no sé cómo llamar y que sin embargo siempre ando buscando. Quizás, la sensación de ir un poquito más adentro, de llegar en tranvía viejo hacia una zona que se presenta a cara lavada, sin el maquillaje ostentoso de Leblon.

Muestras de arte en patios que se convierten en galerías por un rato; puestos a donde busco la cerveza que voy a tomar sentada en el cordón; calles en subida y en bajada; paredes con murales y los sentidos bien despiertos para evitar chocar con vendedores ambulantes o malabaristas componen la mixtura.

Llegamos a la Escalera. La obra que lleva el nombre de su artista, Jorge Selarón, está compuesta por 215 escalones revestidos de piezas de cerámica que no se pueden apreciar en pocos minutos ni a las apuradas, como si viajar consistiera en tachar pendientes.

Imagino a Selarón pensando que ya había concluido su trabajo cuando llegaban visitantes con nuevos azulejos que lo obligaban a volver a empezar. Elijo con paciencia algunos de mis favoritos. Seguro que cuando regrese, éstos también, como todo, habrán cambiado.

3. Salir de los márgenes trazados por el turismo. Sin ánimos de romantizar la pobreza, Oby, un pibe con el que habíamos estado en contacto por correo electrónico antes de viajar, nos lleva a L. y a mí a conocer su casa en Rocinha; una favela de la zona sur de Río de Janeiro.

Es lunes por la mañana, viajamos en transporte público. Tenemos que descender en la última parada. Antes de llegar, el colectivo se detiene en algunos de los barrios más caros de la ciudad.

 La Rocinha es una de las favelas más grande de Río de Janeiro (Foto: AFP)
La Rocinha es una de las favelas más grande de Río de Janeiro (Foto: AFP)

Una vez adentro, mientras caminamos, intento no pestañear. Eso supondría perderme algún pedazo de cielo atestado de cables, graffitis a los que trato de descifrar o locales comerciales. Es la primera vez en una favela.

Nadie parece reparar sobre nuestra presencia, aunque la cámara Nikon D3100 colgada al cuello y el pañuelo en mi cabeza dejen claro que jugamos de visitante. En el living de la casa de Oby hay un souvenir que trajo de la cancha de Boca. Hace poco conoció Argentina. Charlamos un rato no llego a tomar apuntes.

En unas horas regresamos a Córdoba. Voy a aprovechar el vuelo para bajar la información sobre ese encuentro en mi cuaderno.

También, para poner en palabras las sensaciones al sentarme a meditar, al atardecer, en el Pan de Azúcar; el morro guardián de la Bahía de Guanabara. Viajo y escribo al mismo tiempo, porque tengo una variante al lema de mi ansiedad: dos actividades a la par potencian los resultados.