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Salar de Uyuni, el desierto blanco de Bolivia

Este mar de sal en el Altiplano boliviano se ha convertido en un paso obligado para quienes recorren el país vecino. Sal que se funde con el cielo e islas con cactus gigantes forman parte de sus paisajes surrealistas.

Dice la leyenda que Cuzco engañó a Thunupa, su mujer, con Cosuña, una joven doncella. Las lágrimas de la bella dama dolida fueron de tal calibre que dieron lugar a un enorme lago salado; hoy, uno de los paisajes más simples y fotogénicos de esta parte del globo.

Interminable. Infinito al ojo humano. Así es el Salar de Uyuni, que se esparce en 12.000 kilómetros cuadrados con base en el Altiplano boliviano, sobre la Cordillera de los Andes. Una mezcla casi narcótica de misticismo, tradición viva y serenidad.

Hace unos 40.000 años, el lugar estaba bajo las aguas de un gran lago prehistórico que fue secándose poco a poco. El proceso depositó en el lecho una costra de sal que promedia los diez metros de espesor; bajo la sal, en una especie de caldo salado se mezclan barro, magnesio, potasio y las mayores reservas de litio del mundo.

Es uno de esos lugares que no se olvidan, donde la sensación de la nada absoluta se agudiza al mirar hacia el horizonte. Durante los meses de lluvia (de diciembre a marzo), se produce el momento mágico. Una fina capa de agua provoca un efecto espejo, debido a que el desierto salino se funde con el cielo. La gravedad es la navaja que corta por lo sano: los viajeros, que posan con imaginación para quedar inmortalizados, permiten distinguir uno de otro.

Llegado el atardecer, el ocaso se expresa en una foto de otro planeta, debido a que el fenómeno conocido como white out ofrece a los ojos de los visitantes un espectáculo de tonos candentes. Mientras el ocaso se va delineando entre pinceladas rojizas, violáceas, bronce y ocre, el amanecer se maquilla detrás del telón para competirle palmo a palmo. Nada tienen que envidiarse.

DATOS. Información útil para sorprenderse en el Salar de Uyuni.

Punto de partida

En el principal salar del mundo y en su pueblito homónimo, pequeño y humilde, se entremezclan caras blancas, cabellos rubios y ojos claros con puestos de feriantes, algunas cholitas, calles de tierra y un constante olor a pollo frito. Muchos mochileros se pasean y hablan de sus rutas e historias de viaje. El turismo europeo y norteamericano pisa fuerte en este paisaje surrealista, que supo recrear la Pachamama y que se ha transformado en un cuadro agraciado para capturar postales que juegan con la perspectiva para crear divertidos efectos ópticos.

En la llanura del paisaje, la 4x4 avanza, pero parece estática. Lo mismo ocurre con el reloj del tiempo. Un aura de misterio se extiende sobre el manto blanco. Justo en el centro, dos colinitas rocosas repletas de cactus de hasta doce metros de altura generan la sensación de estar frente a Jack Black en la película Gulliver´s Travels: son las islas de Incahuasi y del Pescado. Es el punto de reunión donde se dan cita las caravanas para degustar el almuerzo: unos bifes de llama con quínoa, verduras y frutas. En la cima se puede disfrutar de la mejor vista panorámica de 360°.

A 3.660 metros sobre el nivel del mar, igual que en la ciudad de La Paz, no hay ningún apuro; se respira una paz casi oriental. Debajo de la superficie corren canales de agua, que aprovechan las capas más débiles para asomarse. Así se forman los ojos del salar, pozos de hasta dos metros de profundidad que tornan peligroso manejar a gran velocidad y fuera de las huellas. Según el guía, “brota un manantial de agua subterránea que burbujea como una pava hirviendo, y se debe a la gran actividad volcánica que hay en la zona”.

Agreste e inhóspito. Sin límites para la aventura y la imaginación. Por la noche, el salar duerme dentro de un delicado silencio. De día, muestra su rostro más seductor, con semblanza de cielo.