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Salam Aleikum. Shalom. Amén.

El espíritu no sabe mucho de liturgias ni credos, está por encima de todos y muy dentro de cada uno. En eso piensa un ateo cuando entra en la Mezquita Catedral de Córdoba. No, no piensa. Eso siente.

Dispongo de ochocientas palabras para darle forma a un silencio. Ocho veces cien. Son pocas para cantar la saga de la dinastía de los Omeyas, los constructores de las mezquitas de Damasco y Córdoba, los Abderramán de las estrellas de ocho puntas. Sobran para decir que durante un buen rato estuve a solas en un templo donde el mismísimo Salomón habría caído de rodillas. Salomón, el de las estrellas de ocho puntas, los dos cuadrados superpuestos, los cuatro pilares del cielo y las cuatro esquinas de la Tierra.

Las columnas de piedra que sostienen los arcos dobles de ladrillo pertenecieron a innumerables templos griegos, egipcios y romanos diseminados por el sur de Europa y el norte de África. Se las llama “pilas de arrastre”, porque llegaron a la capital de al-Ándalus a tiro de buey o mulo. Cada poste sostiene con el estoicismo propio de la roca y la fe impregnada por vaya uno a saber cuántos dioses y plegarias.

Perdida entre el bosque de mármol –difícil orientarse entre la espesura– se halla la Columna del Diablo. El tronco de roca volcánica es el único mástil oscuro en la que fuera la ciudad-faro de la Alta Edad Media. Negro como el futuro de muros y cerrojos que se nos viene. Está protegido por un cilindro de acrílico. Era tradición entre los caballeros herirlo con espadas, dagas o navajas, para sentir el olor a sulfuro del mal cuando sangra.

Cuando empecé a escribir esto, después de tres días de reposo y maceración, me temblaban las manos. Tan agnóstico yo. Por una falange de meñique no lloré bajo la cúpula del mihrab, el tabernáculo de ocho lados que protegía al Corán que señalaba la Meca. Lo saludé como reza el título de este cuaderno. Shalom y salam parecen palabras hermanas. Las lenguas no saben mucho de fronteras u otras formas de división.

Por un dedo no lloré bajo el techo gótico que antecede al portal, donde el barroco español se monta sobre un arco mudéjar para dar paso a la gran catedral que Carlos V permitió levantar –para luego arrepentirse– en un claro abierto entre columnas taladas. Recuerde el viajero cuando la visite las palabras a los clérigos de aquel dueño del imperio donde jamás se ponía el sol: “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.

A la diestra de la Virgen de los Faroles, templete levantado contra la muralla de la mezquita, se abre la Puerta del Perdón. A su sombra se sentaban los jueces del islam para repartir indulgencias por beber una copita, o cien latigazos por dos, para partir por la mitad las tierras o corderos en disputa. Pocos paseantes se le atreven a paso firme. Todos dudan en el umbral. Como si el gran arco fuese una inmensa hoz suspendida. Pensé en mis faltas mientras liaba un cigarro sentado en la escalinata. Así rezamos el rosario católico o pasamos las cuentas del tasbih musulmán los que no tenemos dioses a mano.

Ya describí los aires de tolerancia religiosa del Califato de Córdoba en las páginas interiores. Hoy, la mezquita es visitada por musulmanes de todo el mundo, en especial, oriundos de países "occidentalizados" como Qatar, Túnez, Indonesia y los nuevos Emiratos. El patriarca marcha adelante, casi siempre con gafas oscuras, cara de pocos amigos y un gran teléfono dorado entre sus manos cargadas de anillos de oro. Las esposas y criadas van detrás, con las cabezas cubiertas por pañuelos de seda, ropa deportiva y zapatillas de tenis. Los niños, decenas de ellos, entran al final, inquietos como ardillas. Desconfían de los periodistas aunque seamos morenos y barbudos. Los chinos son los nuevos japoneses. Usan menos las cámaras y no se sacan tantas selfies. Hablé con una china, budista ella: le enseñé el saludo árabe, que Argentina no es una ciudad de España y que Messi todavía no es presidenciable.

Llevo setecientas palabras en busca de una que se arrime al bochín del silencio. Está mal visto que un obrero de la letra escriba un punto nada más. Cada punto es un círculo. La estrella de ocho puntas representa la búsqueda del círculo, esa perfección que nunca será del hombre, sólo de la divinidad o lo que sea que haya más allá de las galaxias y el entendimiento. El parasol de mi ventana en el Hotel Eurostars de Avenida de la Victoria imitaba en acero perforado las mamparas del templo. El sol de Andalucía, al ponerse, superponía los agujeritos de la chapa y dibujaba estrellas fugaces de Abderramán y Salomón sobre el cristal. No soy tan ateo como creo.