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Recuerdo de una visita fallida a la Cueva de las Manos

Es posible que un viajero planee todo y tenga todo ajustado, pero el azar también juega.

Un viajero puede perderlo todo. Está obligado a perder la ignorancia y la inocencia. Para eso viaja. Es posible que alguna vez pierda además el pasaporte, un vuelo, el teléfono o todo el equipaje. Puede suceder. Una sola pérdida es imperdonable: la sensación.

La mañana del 6 de abril, el sol también asomó por el este pero en Río Mayo, Chubut, el amanecer suena antes de alumbrar. El bajo a oscuras se llenó de cacareos y quien firma se despidió de Sombra, el gato del Viejo Hotel Covadonga, con promesas de retorno pero sin garantías. La RN 40 hace un arco hacia el naciente en dirección a Perito Moreno y pone a prueba las gafas más oscuras. Lindo pueblo el que lleva título y apellido por Francisco Pascasio. Más de una vez ha sido mencionado en las páginas de política y economía por sus dimes y diretes con la minería del Cerro Negro. Alguna vez lo llamaron Lago Buenos Aires y mucho antes Nacimiento, por su condición de cuna del río Deseado. Está marcado en la hoja de ruta de este viajero desde que era lector de Anteojito.

Entre las bardas mayores, las inmensas mesetas que rodean el Bajo Caracoles, se encuentra un yacimiento mucho más valioso que el oro y la plata. A 50 kilómetros de la espina dorsal asfaltada del país está la Cueva de las Manos, uno de los pocos sitios fuera de Europa donde los primeros hombres dejaron más que sus huesos y algunas piedras talladas o pulidas. Una galería de arte de nueve mil años. Una de las primeras catedrales donde la fe se imprimió con los colores de la tierra y sus frutos. Sangre y grasa de guanaco y choique. Mezclados con la molienda de raíces y piedras y barros. Manos. En negativo y en positivo sobre las lajas. Manos niñas y madres y ancianas y viriles y fuertes como tenazas. Casi todas izquierdas. Las del corazón. Las que sostenían el arco. Figuras de monigotes de guardería. Padres y abuelos y abuelas y niños y cazadores tensos como garrones. Guanacas preñadas y chulengos jóvenes. Magia por contagio: si dibujo la presa, con su sangre y con su grasa, ya es mía. Carne y cuero y calor y tendones y vida. Cada comida una batalla ganada, una misa celebrada, una burla al rostro del frío y la nada. En todo eso piensa quien suscribe en la banquina mientras ayuda a su padre a buscar una bufanda que le robó el viento. Se muere de ganas de acelerar hacia la caverna pero algo lo detiene. Se prometió visitarla al regreso, los tres, con el hijo-nieto que espera allá en El Chaltén. Un viajero puede planearlo todo. Debe hacerlo. Es posible que tenga todo ajustado pero el azar también juega. Después de tres días maravillosos en el Parque Nacional Los Glaciares, una tormenta de nieve cierra el ripio entre Tres Lagos y la cueva.

Durante los casi 900 kilómetros de desvío entre El Chaltén y Puerto San Julián, este viajero no hace más que proyectar –sobre un blanco de niebla, lluvia y aguanieve– los espectros de los ocres, negros y amarillos que no vio. La misa o la muestra que no compartió con el hombre que lo crió y el hombre que crió. El recuerdo que no será huye pero ya atrapó la sensación. La cueva está en los altos del Río Pinturas pero la RN 40 lo cruza en el bajo. El agua es apenas salobre más allá de los berros. Magia por contagio según Breuil: si bebo donde bebieron los primeros hombres, algo de ellos vivirá en mí. Tres sorbos. En nombre del padre, el hijo y el nieto. Con la mano izquierda por cuenco. La del corazón y el arco. Una promesa de regreso. El río Pinturas corre por un empedrado filoso pero, si uno se detiene lo suficiente, es posible encontrar gemas como la pequeña piedra roja del título y la imagen que acompaña este relato demasiado largo. Si uno se la lleva a la boca recuerda a la frescura mineral del río que la acunó. Parece el corazón marchito de un ave o una fruta seca. Una gota del lacre de los sellos de garantía. Un coágulo de aquellos guanacos y choiques transformados en energía y abrigo y magia de manos de colores. Magia por contagio: si la represento, si le doy forma, la sensación ya no desaparecerá.