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Por qué el hostel es más que un lugar para dormir

No hay edad para ser parte de esta suerte de sociedad perfecta, igualitaria y autorregulada donde mandan la colaboración y la confianza mutua… aunque todos usamos la llave del locker.

La Estación Rossio de Lisboa, magnético epicentro de la capital portuguesa, fue construida a fines del siglo XIX con la mejor tradición del estilo manuelino. El edificio blanco parece tallado en piedra, con pórticos, molduras y aleros llenos de detalles marinos. Un inmenso caparazón de hierro diseñado por Gustave Eiffel cubre los andenes desde donde parten los trenes a Sintra y a otras villas cercanas. Obras de arte en el hall, seguridad 24 horas en los accesos; esa joya fue mi casa durante cinco días. En el segundo piso tiene un hostel de 100 camas. La cuenta marcó 125 euros, desayuno incluido. Gran opción.

Cambiaron las costumbres o tal vez evolucionamos nosotros y perdimos la inhibición, lo cierto es que los albergues ya no son sólo para jóvenes. Por supuesto conviene explorar opciones, pero no hay edad para ser parte de esa suerte de sociedad perfecta, igualitaria y autorregulada, donde cultivamos la confianza mutua aunque todos andamos con la llave del locker colgada del cuello.

De viaje lejos de casa, un hostel puede ser bastante más que un lugar amable y de precio acomodado donde dormir. Los espacios comunes invitan al relax, a leer, escuchar música y chequear e-mails o despiertan conversaciones puntuales y se comparten datos, rutas, consejos, cervezas y hasta confidencias con gente que no veremos nunca más.

El personal está siempre listo para facilitar las cosas y animar el ambiente, pero nadie está obligado a divertirse. Ni siquiera a presentarse o a saludar. Nunca supe quiénes eran mis compañeros de cuarto. Por el tamaño de las zapatillas, inferí que había un par de varones y dos chicas detrás de esas cuchetas con cortinas, siempre cerradas. Todos entrábamos y salíamos de la guarida en silencio, en una coreografía muy parecida a jugar a las escondidas. La luz del velador revelaba si había gente.

Ojotas y toalla personal para el baño. Cartelitos o bolsas para guardar cosas la heladera. Bastones de trekking y botines con barro afuera de las habitaciones… Multitudinario, sencillo, mixto, boutique, moderno o tradicional, cada hostel se autorregula con dos o tres pautas que se transmiten de pasajero en pasajero.

En el primer desayuno conviene ver cómo lo hacen los demás para no andar deambulando a contramano con la taza y las tostadas, y seguro que al día siguiente alguien imitará nuestros movimientos expertos en la rutina matinal.

Rubio y despeinado, sandalias con medias en los pies, Karl apura el último sorbo de café mientras camina a lavar la taza. Llega a la pileta apenas antes que la chica de auriculares y ojos rasgados, pero eso no le activa el chip de la caballerosidad. El nórdico limpia, seca y guarda en la alacena la vajilla que acaba de usar y ella espera su turno con naturalidad. En el hostel no hay prerrogativas ni diferencias de género. Somos todos viajeros.

Miro la escena y me pregunto si en sus propias casas serán igual de colaborativos. Apostaría cinco a uno que no, y tengo que admitir que antes de salir yo también dejé bastante ordenadas mis cosas en la habitación. Cada uno hace lo suyo con sentido solidario. Lindo laboratorio social, pienso. Y me dan ganas de escribir una nota a favor del hostel, ese lugar donde el bien común puede ser tan concreto como una taza siempre limpia para el desayuno.