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Polinesia, escenas oníricas en medio del Pacífico

Desde Tahití, un recorrido por Moorea y Bora Bora, entre lagunas transparentes, flores frescas y aroma a vainilla.

Ha concluido la jornada laboral y, mientras detrás de Moorea el sol amaga con irse a dormir, seis remeros surcan en piragua la ensenada de Papeete. A la orilla, la congestión vehicular testimonia el regreso de los tahitianos a sus hogares. De a poco, sobre la costanera, aparecen los roulottes (food trucks) mientras las luces de los bares comienzan a encenderse. Tahití es distinta al resto de las islas. Es la única donde se levanta una ciudad y, si bien no grafica la imagen soñada de la Polinesia Francesa, entre sus defectos y virtudes escasean las arenas blancas y abundan los paisajes agrestes.

El mejor color está en el mercado, con puestos que ofrecen pareos de todos los colores, aceites y cremas de coco y de vainilla, té de mango y flores típicas cuyas leyendas hablan de niñas y princesas.

A esta capital se llega cruzando la Cordillera de los Andes, previa escala en la Isla de Pascua. Y es el punto de partida en busca de las escenas oníricas que se encuentran a apenas unos minutos en barco o avioneta.

Tahití, Moorea y Bora Bora, en conjunto, son las principales vedettes de esta obra majestuosa de la naturaleza. Esas que, por peso propio, encabezan la marquesina en plena temporada. A 7.940 km de la costa de Chile, a 4.100 de Nueva Zelanda y a 9.500 de Japón, todos desean alojarse en sus bungalows de madera y caña, con techo de hojas de pandanus, piso vidriado y escalerita al agua, como un verdadero bon vivant.

DATOS. Información útil para enamorarse de la Polinesia.

El paraíso accesible

Hasta las cumbres más inaccesibles han sido colonizadas por manchas de vegetación en Moorea. La isla triangular posee dos estrechas bahías que penetran como fiordos en la costa norte, punto donde aparecen las playas blancas adornadas con palmeras y diversos hoteles.

El mar no puede ser más cristalino. Alrededor se siente el perfume de una tiare (flor nacional similar al jazmín), se reciben dos besos en la mejilla y, mientras un par de polleras vegetales flotan en el aire al ritmo de caderas encantadas por el sonido del ukelele (guitarra pequeña), es necesario darse un pellizcón para saber que esto no es un sueño.

Después de Bora Bora, Moorea es la más buscada por los visitantes. El paseo embarcado invita a sumergirse entre dientes de tiburones y mantarrayas. Un poco de carnada atrae las aletas y mandíbulas amenazantes y, en un abrir y cerrar de ojos, estamos rodeados. No hay tiempo para arrepentirse. El corazón bombea exaltado. Lo mismo pasa más adelante, cuando la lancha vuelve a anclar en un zona de apenas un metro de profundidad y donde las rayas intentan socializar.

La estrella

Lejos de todo, rodeados de tanta bondad paisajística y con una Hinano (cerveza local) entre los dedos, hacen eco en el alma las palabras del pintor Gauguin: “Tierra hospitalaria, deliciosa, patria de libertad y de belleza”.

Bora Bora, la nave insignia turística, encarna el ideal polinesio. Allí se alzaron los primeros resorts de lujo en los sesenta y en los ochenta empezaron a extenderse en la laguna los palafitos que ahora se propagan con frenesí al resto de las islas. Despertar sobre el agua calma, mirando peces de colores, y recibir de manos de una vahiné (mujer polinesia) sonriente el desayuno que llega en canoa, es la escena perfecta.

El secreto que diferencia a estas islas de cualquier otra es que están rodeadas por arrecifes de coral e islotes que las protegen del mar abierto y crean enormes lagunas traslúcidas, donde nadar, bucear, hacer esnórquel o remar son placeres difíciles de describir. En los motus (islotes), abundan las playas de ensueño.

Despedirse "cuesta un Perú", porque en este destino celestial el mundo de las ideas de Platón se vuelve demasiado real para cualquier viajero. Agota los adjetivos. Entonces, lo mejor es aprender tres palabras: ia orana (hola), maruuru (gracias) y arahi (adiós). Y el resto, dejarlo a cuenta de los sentidos.