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La odisea de volver al país al límite del cierre de fronteras

Aterrizar en casa, lo que deseaba junto con miles de argentinos y argentinas que nos encontrábamos en el exterior cuando se anunció el cierre de fronteras. (123RF)
Aterrizar en casa, lo que deseaba junto con miles de argentinos y argentinas que nos encontrábamos en el exterior cuando se anunció el cierre de fronteras. (123RF)

¿Cuál es la sensación? ¿Qué es lo que está en juego? La experiencia de un regreso desde Estados Unidos a Córdoba en medio de la expansión de la pandemia del coronavirus que agobia al mundo entero. 

Un señor alto, fornido, de cabello corto, transpirado hasta la médula, que viste jeans azules, guantes de látex blancos y remera gris, tose. Tose con ímpetu, con ganas.

No tose sobre el pliegue de su brazo, tose con descaro, con la boca abierta, como un dragón que escupe fuego. Permite que el contenido que sale de su boca se desparrame a su alrededor, sobre los asientos de cuero, sobre la columna de cemento, sobre el hombro de una mujer pequeña que lleva barbijo y camina encendida, como si en vez de desplazarse por una malla metálica, lo hiciera sobre brasas ardiendo: va dando saltos.

Estoy en el Aeropuerto Internacional de Denver en Estados Unidos y aquí estaré por las próximas seis horas. Afuera cae la tarde y el aire es gélido.

Cuando todo lugar se vuelve hostil, cuando la realidad se vuelve densa y en especial cuando están por cerrar las fronteras de un país, mente, cuerpo y espíritu se quiebran. No es lo mismo tambalear en la ciudad, en el espacio que, a fuerza de aprendizaje citadino, alcanzamos a dominar.

Es una sensación que desconcierta, aún cuando las fronteras son -se suponen- espacios de encuentro y colaboración. Estar en tránsito mientras una pandemia se apodera del mundo puede resultar, como mínimo, inquietante. Son las nueve de la noche en Panamá. Afuera hace calor, aquí dentro, en el aeropuerto, algunos cuerpos tiemblan. De miedo, de fiebre, de ansiedad. Otros ríen nerviosos.

Hay algo que nos une: el anhelo de volver a nuestros países de origen. Deseamos como nunca antes en nuestras vidas pisar la tierra donde nos parieron.

A ninguno de nosotros, un grupo de periodistas regresando de un viaje de prensa, nos da igual. Y por más que no podremos abrazar a nadie al regresar, por más que estaremos encerrados en cuarentena durante 14 días, hacerla en Argentina constituirá el triunfo. Porque no es lo mismo cumplir la cuarentena en el calor de nuestros hogares que aislados en un cuarto de hotel en otro país. Porque, de sólo pensarlo, una vulnerabilidad particular se experimenta; es honda y arde como el pinchazo de una espina.

En la puerta de abordaje A147 que anuncia el vuelo a la provincia de Córdoba, Argentina, las personas mantienen una distancia prudencial pero tampoco tanto: la sala está repleta porque anida otras puertas de abordaje que llevan a otros destinos: al lado se anuncia Chile, al otro se anuncia Perú.

La mayoría lleva barbijos puestos y guantes de látex y, de manera intermitente, mujeres, hombres, niños y niñas se colocan en las manos el bien material más preciado e impensado de esta pandemia, que incluso ahora se fabrica en los hogares de manera casera: alcohol en gel.

Tomamos el último vuelo comercial, luego vendrá el rescate de Aerolíneas Argentinas de residentes argentinos que quedaron del otro lado de las fronteras cerradas. Me despido de mis colegas; a ellos los espera Buenos Aires, a mí Córdoba, que ahora deseo habitar como nunca antes.

Subir al avión, colocarme el cinturón de seguridad, sentir el subidón de altura. Seis horas de vuelo: lloraré durante las turbulencias, será un drenaje, una válvula de escape para aliviar la tensión.

Habla el capitán, anuncia el descenso, son las 12 a.m. del domingo 15 de marzo; un marzo truculento e inexplicablemente frío: “Buenas noches, aquí su capitán. Vamos a iniciar el descenso, les pido se mantengan en sus asientos con el cinturón de seguridad colocado. Gracias por elegirnos y esperamos hayan tenido un excelente vuelo”.

Sentir el impacto de las ruedas sobre el pavimento mojado fue una sensación de alivio absoluto; abrir el WhatsApp y escribir la palabra "llegué" en el grupo familiar.

En menos de una semana, el coronavirus tuvo un alcance feroz. De conducta indomable, aún no hay una vacuna para doblegarlo. Pero sí hay cosas simples que los seres humanos podemos hacer para reducir su impacto y transmisión y proteger a los grupos de riesgo.

Quedarnos en casa, lavarnos las manos, no convertirnos en criaturas infernales, descaradas y desagradables vaciando góndolas de supermercados. Conservar la distancia es el rescate, porque, al fin y al cabo, es lo que salva.