buscar

Nostalgia por Arequipa

La ciudad blanca de Perú fue construida en gran parte con sillar, una piedra volcánica de ese color. Fusión arquitectónica, un monasterio que parece una ciudad dentro de otra y un refugio de cóndores andinos son algunos de sus imperdibles.

La primera imagen de Arequipa que se me viene a la cabeza es la de un tránsito caótico, con muchos autos pequeños tipo Cherry QQ modelo viejo atormentando a bocinazos. Digamos que no es la mejor bienvenida para quien, justamente, llega sobre cuatro ruedas. Pero una vez acoplados al movimiento, la cosa se ve muy distinta. Lo suficiente como para dejar huellas en el espíritu viajero.

La “ciudad blanca” de Perú no ostenta las blanquísimas casas de Santorini, no posee una ruta como la de los pueblo andaluces ni, mucho menos, se viste de nieve en el invierno. Su apelativo remite al sillar, una piedra volcánica de ese color con la que se levantó gran parte de la arquitectura colonial.

“Aquí el sol no calienta, cocina”, recuerdo que me dijo un characato que oficiaba de guía en aquel primer pantallazo por el centro histórico, al ver la gota gorda que se deslizaba sobre mi mejilla mientras conocíamos el lugar. La Unesco eligió este sitio como ejemplo de fusión de las técnicas de construcción europeas y locales, plasmadas en el trabajo admirable de los arquitectos y maestros de obra españoles y de los albañiles criollos e indígenas.

Con el cielo celeste realzando los majestuosos volcanes que flanquean la ciudad –el Misti, el Pichu Pichu y el Chachani–, sumergirse en esta experiencia tiene como punto de partida, claro, la Plaza de Armas. Por eso, aprovecho estas poco más de 800 palabras para proponerle, querido lector, viajar con la cabeza y desandar un par de rincones de un destino sin tanta prensa pero que supo sobreponerse, por ejemplo, a fuertes movimiento telúricos y a un incendio, por los cuales hubo que reconstruir dos veces su catedral. El templo es un tesoro que alberga más de 400 años de historia y uno de los pocos lugares que todavía luce su fachada en sillar.

Conscientes de que con el paso del tiempo el blanco se ha ido perdiendo y que algunos pocos intentan recobrarlo a través de la Ruta del Sillar, la opción es ir por canteras aledañas como la de Añashuayco, situada en el cerro Colorado, donde unos 500 operarios siguen trabajando bajo el sol calcinante, atados a una soga, para extraer con la ayuda de un combo y un pincel el reputado material.

Sumisión y sacrificio

A un par de calles del punto neurálgico de Arequipa está el segundo imperdible: el Monasterio Santa Catalina, una ciudad dentro de otra. Son 20.000 metros cuadrados de terreno, con seis calles empedradas y 5.000 metros cuadrados de pura piedra blancuzca. Sus pasillos con techos abovedados y sus patios con flores coloridas llevan a pensar en el tipo de vida calma a la que se entregaban aquellas mujeres mestizas y criollas, que en algunos casos se refugiaban en el convento tras alguna decepción amorosa o un amor no correspondido, o porque eran solteras. En este escenario, el retiro podía ser de lujo: muchas ingresaban con una ama para que las atendiera a toda hora.

Por aquí aún se pueden distinguir las marcas que han dejados los sismos, y es curioso observar las celdas de las monjas catalinas y la cocina con su horno colonial de barro, donde cocinaban dulces para la venta. El plato fuerte son las 400 piezas de arte de la pinacoteca, entre las que se destacan las pinturas de la escuela cusqueña, fusión de la cultura inca y la española.

Otra casona que evidencia la personalidad blanca de la ciudad es la Casa del Moral, llamada así por el árbol de moras de 300 años de antigüedad que se ubica en el patio principal. Se dice que esta morada es la mejor muestra de arte barroco en Arequipa, con una construcción que data del siglo XVII y que, como la mayoría de las edificaciones del centro histórico, fue reconstruida en varias ocasiones por los temblores.

Profundo y silencioso

Para las últimas líneas, sugiero alejarnos de Arequipa durante unas tres horas y rumbear al Valle de Colca, un escenario agreste encajonado. La idea es cerrar la vivencia desandando un grupo de poblados que conforman uno de los más célebres refugios del cóndor andino. En Chivay, por ejemplo, hay alojamientos para todos los presupuestos. Es un buen punto para pasar la noche y al día siguiente, bien temprano y con un buen abrigo, salir hacia el mirador Cruz del Cóndor, a 42 kilómetros. El madrugón tiene su recompensa: cuando la jornada empieza a clarear y sube la térmica, las aves planean con majestuosidad por el valle y regalan un espectáculo a 3.200 metros de altura.

Pero ahí no termina todo: en el raid, las noches se desnudan en cielos estrellados, con matecitos reparadores y la calidez de las familias que invitan a los viajeros a conocer sus tradiciones y compartir techo.