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Medio Oriente, el infiltrado en la fiesta

Sirios, palestinos, afganos e iraquíes migran a Europa, tras una seguidilla de penurias, para compartir aquel destino que no eligieron.

Exarcheia está en el corazón de Atenas. En este barrio históricamente ocupado por anarquistas, cientos de refugiados de Medio Oriente que viven en la ciudad se reúnen cada noche a pasar las horas entre cigarrillos, té, algo de música, un par de palmadas en las espalda y abrazos larguísimos.

“Extraño sólo algunas cosas de allá”, me dice Mohamed después de entonar un clásico de la música árabe con tono indiscutiblemente melancólico. “Hay algunas flores en Palestina que acá no encuentro y tienen rico olor; me traen buenos recuerdos. Pero no mucho más –se queda en silencio unos instantes y noto el frío en su expresión–. Aunque intentaras, no podrías imaginar lo que vi en las calles de Palestina desde que nací. Tres guerras, tres que nunca terminan”.

Se seca el sudor con el antebrazo, algo nervioso, y saca el celular para mostrarme fotos. “Allá no hay calles, sólo caminos de tierra. Las casas no parecen más casas, sólo hay electricidad dos horas al día y salir afuera es peligroso, muy peligroso”.

Pausa.

Preguntar “por qué” sería extremadamente ridículo. Los peligros en esas circunstancias pueden tomar todo tipo de forma y dimensión, pienso. Mientras intento imaginar algunos de ellos, mi entrecejo me hace el favor de preguntar por sí mismo. Mohamed lo nota.

“Los bombardeos son algo de todos los días –prosigue para responder a mi silencioso interrogatorio–. Los aviones de Israel viven sobre nosotros, quieren la tierra que habitamos desde siempre. Sé que también buscan vengarse del Isis, pero yo no conozco una sola persona que forme parte y la gente que vive en mi pueblo tampoco. Todos atribuyen el terrorismo al islam, pero el verdadero islam no mata”.

Se detiene y acomoda la voz. Segundos después, se disculpa por su inglés; dice que no es suficiente para expresarlo todo. “Tengo que practicar más”, agrega.

Saca dos cigarrillos y me da uno sin preguntar. Lo que tienen se comparte.

“¿Sabes qué fue lo peor que vi? –pregunta, manteniendo fija la mirada– Eran tres jovencitas de tu edad. Estaban en la calle, a unas pocas cuadras de mi casa, en el lugar y el momento equivocados cuando sentí la explosión. Salí corriendo hacia afuera por instinto y, cuando llegué allá, las vi. Todo el piso estaba cubierto de...”, dice, sacudiendo suavemente la cabeza y tratando de evitar la palabra “sangre”, de la que posiblemente esté cansado.

“Vos no podrías imaginar –repite una y otra vez–, no podrías imaginar. Una de ellas aún se movía levemente. ¿Qué podía hacer yo? Se iba; era inevitable. A los pocos minutos les cerré los ojos. Yo hago todo el bien que puedo, no quiero que Alá se olvide de cuidar a mi familia. Ellos todavía viven allá”.

“Te puede sonar ridículo –agrega, después de una pausa–, pero a veces, cuando estoy acá, en Grecia, toco las paredes, toco el cemento del piso. Toco los negocios o algún árbol. Toco lo que tenga a mano porque a veces pienso que esto no puede ser real”.

Con expresión de sorpresa, me mira y pregunta: “¿Cómo puede ser que Europa esté en el mismo mundo que Palestina?”.

Rojo Mediterráneo

La mayoría de ellos ha llegado a tierras griegas cruzando el Mediterráneo que, según las cifras oficiales, se ha cobrado unas 3.700 vidas en 2015, 5.000 en 2016 y alrededor de 2.800 en 2017. Es la mayor crisis de refugiados después de la Segunda Guerra Mundial.

Palestinos, sirios, somalíes, kurdos, iraquíes y afganos sacrifican sus pequeños ahorros en la decisión más arriesgada de toda su vida: subir a una inestable e impredecible lancha de goma y cruzar el mar hasta las puertas de Europa.

Si son afortunados, logran llegar, y si lo son aún más, logran permanecer. La mayoría es devuelta a Turquía, el país encargado de “contenerlos” mientras la Unión Europea hace tiempo en su escritorio y otorga permisos de ingreso a cuentagotas.

Ahmed y otros tantos

El destino de cientos de miles de familias pende de las burocracias estatales. Ahmed partió de Siria allá por el 2012, y fue en Atenas donde lo separaron de su mujer y sus tres hijos, a quienes les otorgaron la visa para cruzar a Alemania. Lleva más de cinco años solicitando un permiso para reunirse finalmente con ellos, pero no se lo otorgan. Lleva cinco años pensando en cómo volver a verlos.

Intentó cruzar la frontera de manera ilegal tres veces. Las tres veces fue detenido y enviado a prisión por algunas semanas.

Mientras tanto, fuera de las rejas, comparte su suerte con otros refugiados en un edificio enorme de estilo monoblock, en el corazón de Exarcheia. Cuentan con un comedor donde se sirven generosos platos de comida durante la mañana y la noche. Además, tienen una enfermería, una improvisada escuela para los más pequeños y un patio interno un tanto estropeado pero luminoso. Aquí los hombres se sientan a conversar liviandades que les permitan pasar el tiempo, mientras las mujeres lavan la ropa y los niños corretean sin detenerse.

Cada tanto llegan jóvenes voluntarios desde el extranjero para colaborar en todo aquello que haga falta. Los niños no se alejan siquiera un segundo de ellos, reclaman y compiten por su atención a través de incendiarias discusiones con sus pares. Algunos en árabe, otros en inglés, en kurdo o en un griego recién aprendido. Son los únicos que logran entenderse, compartir tardes enteras y hasta establecer estrechos vínculos de amistad, pese a hablar idiomas completamente diferentes.

Unos cuantos no paran de conversar y reírse; pese a las circunstancias, logran disfrutar de pequeñas cosas. Pero muchos otros se mantienen en silencio, aletargados. Se sobresaltan frente a ruidos intensos, frente a algún empujón o un grito. Evitan llamar la atención, ser reprendidos.

Tienen miedo.

Miedo por lo que el pasado les dejó; también por hoy; pero, fundamentalmente, por todo lo que viene.