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Más cerca de lo que parece

¿Es Amantaní un lugar único?

Martín Mamani nos espera en el muelle. Es un hombre delgado, de 45 años. Está vestido con una camisa blanca y un chaleco de tela negro. El pantalón es también de vestir. Por supuesto, un sombrero corto le cubre la cabeza del sol. La sonrisa de Martín es un abrazo, la hospitalidad hecha gesto. Después, en la plaza, conoceremos a María, su mujer. Sus ojos brillan. ¿Es Amantaní un lugar único?

Alberto Fujimori visitó la isla cuando era presidente y repartió paneles solares por doquier. Es la única posibilidad de energía en las casas. Detalle número uno.

Serán dos días de comida vegetariana, tomando una sopa por la cual Mafalda daría la vida. Detalle número dos: un plato es suficiente.

Los habitantes de esta isla no escenifican la exacerbación de lo simbólico. Se vive con naturalidad, compartiendo territorio, invocando los saberes históricos de la convivencia. Y nosotros, junto con todos los turistas del mundo, viajamos hasta aquí, pagando un tributo para ver cómo lo hacen. Sin padecimientos ni prejuicios; los estereotipos forman parte de otro lugar.

Aún en este rincón del mundo, Martín está muy informado. La radio es su mayor aliada. Nos dice con seguridad que nuestro actual presidente antes fue presidente de Boca, y opina sobre los equipos argentinos y hasta sobre Talleres y su interés por el crack peruano Paolo Guerrero. El problema es nuestro y de las fronteras que nos separan. Estamos más cerca de lo que parece. Viajo con Ariel Bruera, agricultor de El Arañado, quien comparte con Martín esa pasión por la tierra y se asombra con los choclos de 10 centímetros. Más tarde, en un barcito de la plaza, confiesa que le encantaría vivir acá, si fuera posible. “Haría desastres; un choclo de un metro y medio les hago”, dice.

La música y los gestos son universales. Pimpinela suena en la radio y las hijas de Martín nos señalan que el desayuno está en la mesa. A la tarde habrá una fiesta en la plaza; llena de colores, de trajes extraordinarios, de bailes que se repiten, de músicos improvisados.

La noche anterior me había roto la nariz contra una escalera. Dos pizzas a la piedra robaron el poco oxígeno que me quedaba y entre el “me siento mal” y las palabras de Ariel Bruera sólo recuerdo la cara de Emiliano, mi hijo del medio.

Había sido una aventura entrar a Puno. Un caos vehicular sumado a los comercios en la calle: ropa, comidas, pollos, animales descuartizados. Todos haciendo zigzag sin apenas rozarse, sin un insulto que mediara el baile de máquinas humeantes. Otra razón para que las islas fueran una caricia. Sin ruidos ni motores. Una isla peatonal. Sólo hace falta un puñado de muña (una planta de la zona) y tener los ojos abiertos.

Navegando hacia la isla

Usted seguramente leerá en blogs y foros de viajero que los uros no son lo que parecen. Que tienen luz, que cobran cada cosa que uno hace cuando pisa las islas. ¿Y qué esperaba? Pagamos por tiempo, por relaciones; acordamos con operadores las vivencias que deseamos y se firma un recibo. El mundo está ahí, disponible.

Los uros viven del turismo. Están organizados por turnos y cada semana los visitantes van a islas diferentes. Mientras tanto, ellos continúan con su vida y sus tradiciones: salen a pescar, construyen sus islas con pedazos de raíces y totoras y viajan todo el tiempo, recorriendo el increíble lago Titicaca. Es maravilloso lo que hacen. Cada artesanía vale la visita. Son las reglas.

Nuestro lanchón es lento. Me da la sensación de estar en una bicicleta fija, mirando cómo el agua me rodea y todo sigue igual. Es que el paisaje es monótono y místico. De a ratos vuela un pájaro. A la hora pasa una lanchita con uros.

Al atardecer subiremos cinco mil metros para llegar hasta la cima de la isla. La escena posterior  curará cualquier dolor, el mundo se tomará un respiro y arrojará sobre Amantaní el oxígeno necesario para decir algo agradable y registrar los colores, la inmensidad del lago, su silencio.