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Machu Picchu, el imperio del sol

Crónica de una visita a Machu Picchu, las ruinas del sur de Perú. Un viaje en el tiempo por uno de los complejos arqueológicos más visitados del mundo.

Son las seis de la mañana y el sol aún no despuntó. Estoy en medio de la selva, a más de 2.500 metros de altura, respirando con dificultad, somnoliento y tiritando de frío, un frío intenso, húmedo, que se cuela por cada resquicio que encuentra en mi vestimenta de ocasión. Llevo puesta una capa de ropa sobre otra, tipo cebolla, preparado para una larga jornada en las ruinas de Machu Picchu, donde la amplitud térmica suele ser un factor importante.

Estoy sentado sobre una roca que lleva en este lugar más de 400 años, de frente al mítico Huayna Picchu, un cerro puntudo y sagrado, un Apu, como llaman por acá a las montañas, que son sagradas. A mis espaldas, está la Casa de los Guardianes, uno de los puntos más altos de la legendaria ciudadela incaica, donde los centinelas se apostaban para custodiar los dominios del imperio.

Soy un privilegiado que aguarda en un sitio de privilegio por la llegada del astro rey, tal como lo hicieran cinco siglos atrás los antiguos pobladores de la era dorada regida por Pachacutec, el Inca, el emperador. Las nubes, aunque densas, se desplazan rápidamente y sobrevuelan la cumbre espigada del cerro. Poco después, febo asoma y tiñe de ocre los macizos de granito. Ahora sí, la luz avanza sobre la ciudadela sagrada y entibia la fría mañana. Es hora de caminar.

DATOS. Información útil para viajar el Machu Picchu.

La búsqueda del sitio perfecto

Cuentan por aquí que los incas se toparon por primera vez con las tribus amazónicas en las inmediaciones del río Apurimac, en cuya cuenca nace la fuente más lejana del río Amazonas. Y fue así que descubrieron los tesoros de la jungla, que no eran, precisamente, oro u otros metales preciosos. No. Las riquezas de la selva residían en sus animales y vegetales. Como la hoja de coca, compañera ideal para andar en la altura y trabajar duro sin extenuarse. Como las serpientes venenosas, con las que harían flechas untadas con veneno. O como los guacamayos y papagayos, aquellas aves vistosas que usarían como ofrendas y decorativos.

Pachacutec, el Inca, el supremo, amo y señor de la civilización precolombina más grande de Sudamérica, se pasó cinco años buscando el lugar adecuado para erigir Machu Picchu, la ciudadela sagrada que se transformaría en su residencia final.

El imperio tenía tres necesidades básicas para construir la ciudad, y Machu Picchu las reunía a todas: una fuente de agua mineral cercana, el río Urubamba; una ubicación estratégica, que los cerros le aseguraban; y el material para la construcción: el granito de la montaña. Fue así que comenzó su construcción, y posterior poblamiento. Un sueño que duró cerca de 100 años: ante el avance español, los incas se vieron obligados a abandonar súbitamente su fortaleza.

La piedra que amarra el sol

Los incas vivían por y para el sol, le rendían culto, mediante ofrendas y sacrificios. Sabían cuándo llegaba la noche más larga, el día más corto y el más frío del año: el solsticio de invierno, el Inti Raimy, la jornada en que el astro rey era aguardado con ansias y pleitesía en el Templo del Sol, a la espera de que su primer rayo traspasara la ventana orientada hacia el este e iluminara la mesa de ofrendas.

Ahora camino entre las murallas centenarias del templo, gigantescos bloques de piedra que fueron encastrados a la perfección, mediante una ingeniería monstruosa, sorprendente. Deambulo por la Plaza Central y el Templo de las Tres Ventanas, el lugar exacto donde pasaba un haz de luz cuya sombra proyectaba la Chakana o "cruz andina", la escalera de cuatro lados que simboliza el universo de la cosmovisión incaica.

Lo mismo ocurría -y ocurre hasta hoy- en la Intiwatana, la “piedra donde se amarra al sol”, ubicada, como un altar gigantesco, en el centro de Machu Picchu. Se dice que el emperador tenía una soga de oro que amarraba esa piedra y, cuando el sol entraba en contacto con ésta, el Inca -que era el único que tenía acceso al lugartocaba la roca y captaba su energía, energía que transmitía a la población.

Ya es media mañana y el Tata Inti (“padre sol”) comienza a caer oblicuo sobre la montaña de granito. Me quito varias capas de ropa -el sol ya pica fuerte a esta altura del día-, subo lentamente la escalinata y, como si fuera el mismísimo Pachacutec, me abro paso entre los viajeros y acerco mis palmas a la Intiwatana.

Ya es la hora del almuerzo y decido caminar hacia la Puerta del Sol, el portal a través del cual ingresan aquellos viajeros que andan cuatro días por la jungla emulando el antiguo camino del Inca. Ahora sí, con el marco de una de las mejores panorámicas de Machu Picchu, me siento en el césped y saco la vianda de la mochila. Un almuerzo y siesta reparadora en el pasto son suficientes para seguir deambulando hasta que el sol cumpla su ciclo diario y vuelva a extinguirse detrás de los cerros de la ciudadela. El sueño inconcluso del Inca, un sueño de 100 años dorados.

[video:https://www.youtube.com/watch?v=yJX7qVvWNe0]

Bendito azar

Machu Picchu fue descubierto de casualidad por el explorador estadounidense de origen hawaiano Hiram Bingham, en 1911. El hombre iba tras la ciudad perdida de Vilcabamba y, durante la expedición, conoció a unos lugareños, quienes le indicaron que en lo alto de la montaña existían unas ruinas perdidas. Hacia allí fueron entonces y se encontraron con la ciudadela, oculta bajo la maleza.

Aguas Calientes

Este pueblo de aguas termales es la alternativa más cercana para dormir cerca de Machu Picchu. Una opción que permite tomar el primer bus de la mañana –a las cinco– y evitar la gran cantidad de turistas que llegan con el tren, a partir de las 10. Las otras alternativas cercanas son las pintorescas poblaciones del Valle Sagrado, como Ollantaytambo o Urubamba, desde donde se puede abordar el tren.