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Los tiempos de la selva

Mastico la palabra selva con expectativa. Todavía ignoro que allá me esperan horas de calor y que apenas me dirigirán la palabra.

El Puerto de Pucallpa, a 743 kilómetros de Lima, hacia el centro oriental de Perú, rebalsa de gente y de basura. Hay buques de todos los tamaños. Algunos desaparecerán por el Amazonas, cargados de mercadería y de viajeros recostados en hamacas paraguayas. También flotan lanchas, algunas muy precarias, que acarician el agua amarronada del río Ucayali. A tres horas de allí, la comunidad Nuevo San Rafael vive casi en silencio. Ahora el motor de la embarcación ensordece, y me alejo de la ciudad.

La barca avanza por el río ancho. En las orillas asoman las primeras comunidades y grúas gigantes que abrazan árboles talados. Árboles que después la industria convertirá en dinero, y los hombres, en desecho. Al llegar al pequeño puerto de Masisea –el distrito más desarrollado de la comunidad–, lo que hay por delante son calles cubiertas de polvo en suspensión. La mototaxi temblará media hora por el camino pedregoso hasta llegar, al fin, a San Rafael y su cultura shipiba.

Unos niños despabilan la monotonía con sus risas. Después de horas sin que nadie me hable, descifro una esperanza que alivia los más de 33 grados de temperatura. Los pequeños miran extrañados a este sujeto y les ruego con los ojos que me inviten a jugar. Intuyo sus picardías, la libertad en los cuerpos sucios de andar en la tierra y el viento. Prometo conocer sus reglas, divertirme y parece que encuentro, por fin, un sendero prometedor hacia el universo selvático. Aparezco con una cámara de fotos y se dejan retratar, cómplices; y de pronto, otra vez, la nada. Yo he sido el juguete de carne y hueso, pero ellos ya están ensimismados en sus saltos entre barriles con gasolina, maniobrando camioncitos de plástico con las ruedas destartaladas y saboreando mangos. Y yo acá, en una porción del Perú, en la selva, solo.

Una certeza me invade. Si acepto lo que hay –el escaso diálogo con la familia que me dio la bienvenida–, todo empezará a fluir. “La naturaleza”, digo. La naturaleza es sabia y me indica: es conmigo con quien debo estar. Me hamaco por horas. Dormito; sueño; sueño que sueño; recuerdo relaciones, conflictos familiares y amorosos; y respiro. ¿Me convenzo de que medito o medito de verdad? Y entonces escucho:

–Santiago.

Alzo la vista y en un plato yace una carachama –pescado típico de la zona– como recién sacada del agua. Tengo hambre de diálogo y comerlo me llevará a compartir la mesa con Abner, el padre de familia. Lo pruebo. Él come en silencio, termina antes su porción y se levanta. Me quedo con el bicho muerto, fuera del agua los dos, fuera del mundo, cansado, descompuesto, acá, yo que quise selva, acá, perturbado en la selva, solo.

Delia no necesita un arma para resistir. Lo hace con agujas e hilo a través de sus bordados shipibos. Ella preside un comité con 30 socias, que la acompañan en el trabajo de sostener la identidad cultural ante la globalización y la pérdida de las raíces ancestrales. “Es para que no desaparezcan nuestras costumbres”, dice, y mueve la mano con agilidad asombrosa. Las líneas shipibas se observan en casi todo. Bordan vestimentas, telares, manteles. También se graban en trabajos de cerámica y en las fachadas de las casas. Algunas creaciones, dicen, nacen bajo el efecto de la ingesta de la ayahuasca. Aparecen pieles de peces, texturas de plantas, piedras, animales como boas; casi todos símbolos venidos de la naturaleza y trazados en colores vivos.

El sol cae y la noche lo apaga todo. No hay luz eléctrica, salvo un par de días a la semana. Todos colaboran con algo de dinero y hacen funcionar un generador a combustible: dura dos horas. Después, la oscuridad. Deambulan perros, gallinas con sus pollitos desorientados, cerdos, bichos de luz y avispas coloradas. Nace, constante, el murmullo de insectos, y juntos interpretan una canción. Las hojas se estremecen, el humo llega de leñas ardiendo y se oye el ruido del agua que acaricia un cuerpo desnudo a la intemperie.

Con los días las personas me comparten sus mundos. Ya no estamos lejos. Miran a los ojos y conversamos. Y siempre, por las dudas, me recuerdan:

–Para allá no vayas solo. Te pueden pegar un tiro por creer que eres pela cara.

–¿Quiénes son los pela cara? pregunto, intrigado.

–Así les dicen a los extranjeros que les arrancan a los nativos la piel de la cara y los ojos, y les extraen los órganos. Para traficarlos, dicen, o utilizar su grasa. Eso cuentan que ocurre por aquellos lados…

Entonces me quedo acá, en una porción del Perú, aprendiendo a percibir la selva.