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La vuelta al mundo: en tres mercados

Quizás en nuestra rutina podamos adueñarnos del destino, pero cuando estamos de viaje hay que dejarse llevar. Adentrarse en cada ciudad sin mapas ni relojes. Animarse a perder el control. 

Quizás en nuestra rutina podamos adueñarnos del destino, pero cuando estamos de viaje hay que dejarse llevar. Adentrarse en cada ciudad sin mapas ni relojes. Animarse a perder el control. Así es como conocí a Teresa, la cantinera estrella del Mercado de San Pedro, en Cusco, Perú.

Venía de un viaje de estómago revuelto y hombros cansados de cargar con la mochila. Por su abundancia en picantes y almidones, la dieta peruana no me había sentado bien. Ahí fue cuando recordé el consejo de Viviana García, una cineasta cordobesa que recorrió América latina a bordo de una estanciera: “Cada vez que tengas ganas de comer rico y barato, tenés que ir a un mercado”.

Partí desde la iglesia San Francisco en dirección sur. Avancé por la avenida Santa Ana hasta llegar a la calle Túpac Amaru. Sorteando los obstáculos de los vendedores ambulantes, ingresé al mercado por la puerta cinco.

“Amigo de lo ajeno: prohibido el ingreso al mercado bajo pena de arresto y golpiza”, amenazaba un letrero que estaba en la pared. Apenas caminé unos pasos cuando la encontré: era una mujer de generosa humanidad que se movía como pez en el agua preparando un suculento guiso llamado “chuño”.

“Ya mamacita, ¿tiene el estómago malogrado? Le preparo un chuñito sin papas. Le va a hacer muy bien”, dijo Teresa sujetando su cabellera blanca hacia atrás. Llevaba un suéter rojo y un delantal verde que denotaba su uso.

En gigantescas ollas de acero, la mujer hirvió unas patas de cordero junto con ajo machacado. De a poco fue agregando las verduras: calabaza, papa, zanahoria, apio, repollo y chauchas (“Lo de adentrito se come”, me dijo). Una vez hervido, condimentó con huacatay y asnapa, dos especias andinas muy populares en Perú.

Apoyando mi libreta en la barra me hice espacio entre los comensales. No encontré cuchillo para despedazar el cordero, pero no hizo falta. Copié como si fuese una niña el modo local: los huesos se agarran con la mano, la boca se limpia con papel higiénico y la sopa se toma de a sorbos haciendo ruiditos.

Con mirada dulce de abuela, Teresa buscó en mis ojos una aprobación. Digo abuela porque es común que estando lejos de casa, una comience a asociar imágenes a recuerdos queridos. Rostros, aromas y melodías vuelven a la mente en forma de aparición. Como si de esa forma se evitara el desarraigo.

La mujer dio su última receta para el mal de estómago: una infusión caliente, si es de coca o manzanilla, mejor. Le extendí un billete para pagarle, pero no aceptó.

-¿Kutimunki?- ("¿vuelves?"), me preguntó en quechua.

-Vuelvo, le contesté.

No fue sino hasta el final de mi travesía cuando me reencontré con Teresa. Pero ya llegaré a eso más tarde. Una vez en Arequipa, la llamada “Ciudad blanca” por sus construcciones de piedras de volcán, me dirigí al segundo mercado: el de San Camilo.

Mucho más bullicioso que el anterior, se extendía en una amplia zona de la avenida Alto de la Luna. “Qué nombres más lindos los de estas calles, ojalá se repliquen en Córdoba”, pensé. Otra vez las asociaciones con sitios familiares. Hace tiempo que me encontraba lejos de casa.

El puesto de Ana Condori ofrecía curas para todos los males: maca negra para incrementar la potencia sexual, raíces de zarzaparrilla para purificar la sangre, alcauciles para curar el hígado e hinojo para el corazón.

“¿Qué le damos jovennnnn?”, preguntó una vendedora con tono amistoso. “Por cuatro soles hay pastel de papas, rocoto relleno o escabechito de pollo”.

En los puestos de frutas y verduras, un matrimonio elegía los ingredientes para el caldo. Guillermo Chacón Palomino (arequipeño nacido en 1925) y su esposa Salomé Vilca, con quien lleva 70 años casado, paseaban de la mano. “A la mujer hay que mandarle, pero con palabras suavecitas. Si tú le ordenas no te hará caso. Pero si le dices: ‘Por favor, mi reina’, entonces sí lo hará”, dijo acompañando sus palabras con una expresiva mirada color castaño.

A medida que caía la tarde, el bullicio comenzaba a amainar. Sin dudas, los mercados resultaron los mejores sitios para comer. Y además, representaban un pedazo de cada cultura.

Pisaq no fue la excepción. Por solo dos soles encontré licuados originales como el de zanahoria, manzana verde y remolacha. Artesanas como Saturnina te deseaban la suerte si la tuya era su primera venta del día. Y llevándote dos toritos de porcelana, tu casa quedaba libre de toda envidia.

Ya de regreso en Cusco pasé por lo de doña Teresa. Creo que se alegró de volver a verme. Sin preguntar siquiera el diagnóstico, preparó otro chuñito sin papas para mi estómago malogrado. Cuando quise pagarle, otra vez se negó.

- ¿Kutimunki?- ("¿vuelves?"), preguntó con mirada de abuelita.

- Volveré-, contesté.

- Suyapayay-, ("te espero"). Y se despidió sonriendo.