buscar

La rosa roja del Magreb

(Fotomontaje de Javier Candellero).
(Fotomontaje de Javier Candellero).

La ciudad de Marrakech es como una síntesis de Marruecos, pues allí es posible conocer las distintas etnias que la habitan. Es el país árabe más tolerante del mundo islámico.

La primera impresión que uno se lleva cuando pisa Marruecos, es que se trata de una sociedad anclada en el subdesarrollo. Calles de trazados caprichosos; tráfico caótico; arquitectura de aluvión, y deficientes servicios urbanos, amalgaman un panorama algo chocante para el viajero.

Pero a poco que se camine por sus ciudades o recorra sus rutas interiores y sus aldeas, esparcidas por el amplio territorio, se irá impregnando de una cultura que traza varios puentes entre conceptos diferentes: medievo y modernidad; tradición y tolerancia; reciedumbre y sutileza, oriente y occidente.

Y, a partir de esos contrastes, se nos empieza a colar la fascinación por este Marruecos que nos suena distante en el Cono Sur, pero que en los últimos años, según cifras oficiales, registra una tendencia creciente de visitantes latinoamericanos, en buena medida por las ágiles conexiones aéreas y marítimas con la Península Ibérica.

Marruecos ha repartido su estructura de poder entre las principales ciudades del país. Así, Rabat es la capital administrativa; en Casablanca reside el poder económico y comercial; Fez es el referente cultural, y Marrakech es la capital turística del reino.

La ciudad de Marrakech aglutina la síntesis de todo Marruecos, porque al pasar unos días allí se pueden conocer entre otras etnias, a los rifeños del norte, junto al Mediterráneo; a los tuaregs del Sahara, muchos de ellos aún nómadas, y a los bereberes, los auténticos nativos de la ciudad.

Y para impregnarse de tanta riqueza vital, se tendrán que abrir de par en par los ventanales de nuestros sentidos. Porque en Marrakech se ve, se palpa, se escucha y, fundamentalmente, se huele una intensidad incomparable.

Por donde pasa la vida. Se asentó gradualmente hace decenas de siglos, como punto de encuentro para el comercio, el arte y las modas de cada época. Hoy, la plaza de Jemaa El Fna (se pronuncia Yemáelefnáa, estirando la a final) ha retenido algo de cada época de su larga historia, para ofrecernos un abanico costumbrista originado desde el fondo de los tiempos hasta la actualidad. La plaza es una explanada llana, irregularmente circular, rodeada de tiendas, restaurantes, cafeterías y un pequeño parque que la conecta con la hermosa mezquita de la Koutubía.

Desde el amanecer, comienzan a instalarse los puestos de comidas, artesanías, vestimentas, calzados y todos los rubros comerciales que uno se pueda imaginar. Al caer el sol, y hasta la madrugada, es cuando la plaza vive sus mejores horas: suenan los cornetines de los encantadores de serpientes y los tambores de los percusionistas; vociferan los tenderos; las especias de las herboristerías sueltan sus mejores aromas, y humean los platos tradicionales preparados en el acto.

Sin dudas, el verdadero elemento distintivo de esta plaza lo aportan los “artistas”, un trasiego circense representativo de ancestrales habilidades, desplegado para encandilar al visitante. Porque, además de comprar cualquiera de los artículos ofrecidos por doquier, los turistas serán incesantemente requeridos para prestarse, por ejemplo, a sacarse una foto con una serpiente enrollada a su cuello; con un mono subido a sus hombros o abrazado a un colorido aguador; hacerse un tatuaje de hena; hacerse echar las cartas del tarot; comer dátiles del tamaño de un pen-drive; tomar un jugo de naranja exprimida en el momento; pasear en calesa, o escuchar las historias animadas de los cuentacuentos del desierto.

O encontrarse a un “sacamuelas” ofreciendo piezas dentales postizas ¡usadas!, distribuidas en una mesilla baja como macabras carcajadas, asentadas sobre montones de dientes y muelas, que vienen a ser como el currículum a la vista del supuesto odontólogo. Para quedarse con la boca abierta...

Todas estas atracciones claro está, a cambio de unos “¡dirham, dirham!” como vocea todo el mundo el nombre de la moneda marroquí. Las palabras resultan insuficientes para describir este micro universo. Porque, buscando una definición de esta plaza atemporal y cautivante, se me ocurre recordar la que me dio una amiga médica, que fiel a su profesión la calificó como un “organismo pluricelular y multisensorial, cuya función principal es lograr que en su recinto el turista suelte todo el dinero posible”.

Mirando hacia el norte de la plaza Jemaa El Fna se abren estrechas callejuelas, donde se asientan innumerables tiendas, en su mayoría dedicadas a la fabricación de alfombras, abalorios y productos de marroquinería. Es el barrio de los Suks, el gigantesco Zoco de Marrakech, el principal, aunque no el único. Internarse por esos pasajes angostos equivale a una aventura, no por la inseguridad, sino por la continua apelación de los tenderos, invitándonos incluso un té para luego apremiarnos con sus tapices o babuchas. Y cuando uno se libra de ese cordial pero insistente acoso y va sorteando la ingente masa de turistas y lugareños, surgen de la nada ciclistas y motoristas serpenteando hábilmente entre los peatones, sin tocarlos. Haciendo arabescos, nunca mejor dicho.

Nos aconsejan además que al cruzar una senda peatonal sin semáforos (casi no hay en la zona vieja), debemos hacerlo a paso decidido, a pesar de que se nos vengan encima coches, motos y carros movidos por mulas. Rachid, nuestro guía y amigo tuareg, nos anima: “Nunca te detengas, ahí está el peligro, tú sigue, ellos se encargarán de esquivarte”. Y funciona, claro que funciona. Tanto caos organizado sin consecuencias dramáticas me induce a reconocer que Alá es grande.

Más información

-Tras los muros, las alhajas

-Rojiza, cosmopolita e ineludible