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La revolución que es una fiesta

Desde el siglo 19, un festival oficia de revolución cantada, arma pasiva y de resistencia a la repetida ocupación de este pueblo / A 20 años de la independencia, vive una explosión inmobiliaria y una ecléctica agenda cultural. Nuevo polo turístico.

El ferry cruza el mar Báltico. Un hombre de más de 50 recuerda con sus amigos los Juegos Olímpicos de Moscú 1980 que se realizaron en estas aguas. Dice que debajo se escondían los submarinos nucleares del ejército rojo soviético. El puerto se acerca, suena el canto de miles de voces cerca de la frontera rusa, a 140 kilómetros de San Petersburgo.

La capital de Estonia vive hoy una increíble metamorfosis. Tallin, de 400 mil habitantes, fue recientemente incluida por el Financial Times en una lista de las 10 mejores ciudades turísticas del mundo.

El más pequeño de los Países Bálticos, pero el más próspero, de 1,3 millones de habitantes y una superficie semejante a Holanda, recuperó su independencia hace exactamente 20 años, después de medio siglo de ocupación soviética.

Es domingo. A metros del puerto, una multitud celebra el tradicional festival del canto y la danza en la Capital Europea de la Cultura 2011.

Cerca del balneario de Pirita, en el célebre anfiteatro al aire libre Lauluväljak, un coro de más de 30 mil personas vestidas con hábitos folklóricos, interpretan y bailan obras populares estonias. Desde el siglo 19, el espectáculo, se renueva cada dos años, oficia de revolución cantada, arma pasiva y de resistencia a la dominación de los repetidos ocupantes que escondieron a este pueblo, traicionado por la historia, del resto del mundo.

En esta tarde soleada, las calles de la capital se paralizan de pura exaltación. Más de 300 mil personas vienen a escuchar el festival, teniendo en cuenta que el 40 por ciento de la población estonia es rusófona desvinculada de esta manifestación nacionalista.

Cae la noche blanca. La fortaleza de Tallin se impone en el paisaje urbano. Ironía de la historia, la fortaleza nunca protegió a los estonios.

Detrás de los muros y torres medievales aún intactos de la colina de Toompea, la ciudad vieja cita las desventuras, o las distintas formas de la dependencia, del pasado. Daneses, alemanes, suecos, imperio zarista. Desde el puerto se ingresa al casco antiguo por la Puerta Viru.

Construido entre los siglos XIII y XVI, el laberinto intramuros tiene calles angostas y empedradas que bordean edificios de colores e iglesias imponentes atravesadas por pequeños pasajes, como el St. Catherine, donde se acomodan los artesanos.

Desde hace ocho siglos, la plaza del municipio, Raekoja, domina el centro de la fortaleza, rodeada de elegantes casas de estilo germánico construidas por los ricos mercaderes alemanes del siglo XIII. La Municipalidad, que domina la plaza, es el edificio gótico mejor conservado, e intacto a pesar de las guerras seculares, de toda Europa del nordeste. Cierto, la ciudad vieja fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997, la nueva arma de la oficina de turismo.

El turismo medieval descansa sobre esta plaza donde se extienden las terrazas de los cafés, restaurantes y mercados artesanales. Los mozos y vendedores están vestidos de época y por momentos el viajero queda sumergido en ese tiempo remoto. Incluso, si pierde el equilibrio tiene, en una esquina de la plaza, la farmacia abierta al público en permanencia desde hace 500 años. Es sin duda la farmacia más antigua de Europa. Se consiguen remedios ordinarios tanto como brebajes medievales.

Las iglesias aparecieron aquí cuando los caballeros teutónicos cristianizaron en el siglo XIII la región báltica. La más importante, la iglesia gótica St. Olav, construida ese mismo siglo, fue durante casi 100 años el edificio más alto del mundo: 159 metros. Siglos más tarde, la nobleza adoptó el luteranismo, y Estonia, casi sin saberlo, fue protestante.

Cerca, en lo alto de la colina, se yergue otra marca del paso de los conquistadores: la monumental catedral rusa ortodoxa Alexandre Nevski, construida en 1900. El símbolo de la dominación zarista, que desentona con el contexto medieval, exalta la diferencia estética por medio de cruces, fachada y bulbos multicolores.

Las cúpulas de estas iglesias están iluminadas en permanencia en esta época del año. Mejor dicho, en verano, nunca es de noche: 19 horas de luz. En invierno, el día es de seis horas, y más de 100 días al año, nieva.

En lo alto de la fortaleza, el castillo de Toompea es, desde su construcción en el siglo XIII, el punto “G” del poder. La residencia barroca de color rosa abriga hoy al Parlamento estonio. Pero la fuerza del símbolo se encuentra a un costado. La torre Pikk Hermann, la más alta de la fortaleza, tiene el privilegio de exponer la bandera de quien gobierna el país.

Esta tarde flamean los colores azul-negro-blanco. La bandera, que sería tanto tiempo proscrita, fue inventada por un puñado de estudiantes estonios a principios del siglo 20. Sin embargo, en el ancho pasado, flamearon tantas otras. Hace poco más de 20 años, la roja soviética fue reemplazada por los colores que hoy dominan el cielo de Tallin.

Desde la independencia, en la parte baja del casco antiguo proliferaron boutiques, pubs, discotecas y escaparates repletos de infinitas marcas de vodka y nombres de cerveza que gritan la apertura: rock, punk, sex.

Explotó la vida nocturna y los bares de strip-tease abrieron en repetición. El estilo mezcla la sofisticación del diseño nórdico junto a la vulgaridad rusa de los hombres de camisas apenas abotonadas y mujeres platinadas de minifaldas estrechas de colores furiosos. La belleza femenina media es tan alta que el contraste masculino parece grosero.