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La odisea de comunicarse en Shanghái

La dificultad de comunicarse en China implica una dosis extra de paciencia. Y algo de señas.

Habíamos tomado dos vuelos de unas 15 horas cada uno. Más que volar, parecía que nos habíamos subido a la máquina del tiempo, ya que el cambio de uso horario nos había robado casi 12 horas. En Shanghái era de noche y todo decía que debíamos dormir, aunque nuestro ritmo biológico estaba desorientado.

El tramo Toronto-Shanghái había sido un presagio de lo que nos pasaría, pero no supimos interpretarlo. Los chinos hablan chino. Punto. Las azafatas canadienses se encariñaron con nosotras, pues éramos casi las únicas en todo el vuelo que hablábamos inglés y que decíamos “por favor”, “permiso” y “gracias”.

El avión tocó tierra. Estábamos en la otra punta del mundo. No podíamos creerlo. Nuestra primera misión: llegar al hotel. Caminamos aproximadamente una hora por el Aeropuerto Internacional de Shangái-Pudong tratando de encontrar el mostrador del servicio de traslado hacia el hotel, siguiendo las más disímiles indicaciones de guardias de seguridad y residentes bien intencionados.

Íbamos de una terminal a otra, subiendo y bajando escaleras, hablando con todo tipo de personas, pero nadie parecía dispuesto a llevarnos al hotel. Finalmente, encontramos un sector de empresas de traslado, mostramos nuestra reserva impresa en chino y un hombre asintió con la cabeza. Por supuesto que le dijimos "No pay. Included", algo así como "No pagar. Incluido" y el hombre asintió de nuevo. Lo habíamos logrado.

Habíamos reservado un hotel cerca del aeropuerto porque al día siguiente volábamos a Hong Kong para pasar Año Nuevo. Nuestra intención era hacer el check in, comer algo rápido y, después de casi dos días en pie, bañarnos y dormir en una cama. Qué ilusas.

Registrarse en un hotel es casi mecánico en cualquier lugar del mundo: mostrás tu reserva,  presentás pasaportes, completás tus datos en un formulario, dejás una garantía y te dan las llaves de las habitaciones y los cupones para desayunar. O eso creíamos.

Ya era bastante tarde y en el hall de ingreso del hotel no había nadie. Estábamos nosotras seis, a esta altura arrastrando las valijas, y tres chicas sonrientes detrás del mostrador.

El proceso de ingreso iba bien hasta que pedimos nuestros vouchers para desayunar. La reserva lo decía clarito, en inglés y en chino: desayuno incluido. Comenzamos pidiéndolo amablemente en correcto inglés. Las tres chicas se miraban, hablaban entre ellas, se reían y nos miraban con cara de “no entendemos nada”.

De ninguna manera nos íbamos a ir sin obtener lo que queríamos. El idioma se fue deformando tanto que de repente éramos seis personas haciendo señas como si estuviéramos jugando al Dígalo con Mímica a contrarreloj. "Now, sleep. Tomorrow, wake up. Breakfast. Té. Coffee": ("Ahora, dormir. Mañana, despertar. Desayuno. Té. Café"), todo acompañado con lenguaje de señas. En serio.

Éramos seis personas poniéndonos las manos juntas con la cabeza inclinada y cerrando los ojos, nos desperezábamos como despertándonos, y tomábamos de una taza imaginaria. Las recepcionistas seguían riéndose y negando con la cabeza. No nos entendían.

Decidimos romper con el respeto por las formas y nos asomamos al mostrador buscando algo que nos ayudara a darles el mensaje mientras seguíamos llenando papeles. Una de ellas abrió un cajón y estaban los cupones para desayunar.

La noche estaba muy oscura y no pensábamos salir del hotel, así que preguntamos en qué piso había un restaurante y fuimos. Una amable moza nos trajo el menú bilingüe. Señalamos dos o tres platos para compartir que ella anotó en un papelito y procedimos a pedir las bebidas. Otra odisea comenzaba. En orden, cada una se dispuso a decirle qué quería tomar, pero en el segundo pedido se complicó: “Coke”, dije yo. “Diet Coke”, dijo una de mis amigas. La cara de la moza se transfiguró. No entendía. “Coke. Light”, insistió mi amiga. La moza miraba a su par en la barra y le decía algo, pero la otra chica tampoco entendía. Insistimos un rato, pero sin éxito.

De repente, salió corriendo hacia la cocina y volvió con dos latitas. Nos hizo tocarlas, una estaba fría y la otra a temperatura ambiente. Nos dieron ganas de abrazarla por su empeño y su paciencia por comunicarse. Aunque el juego de señas comenzó alguna vez más para intentar explicar el diet. Sin éxito esta vez, pedimos una cuantas Cocas y un par de Sprite y nos dispusimos a disfrutar de nuestra primera cena en China.

Llevábamos menos de 10 horas en Asia y ya teníamos varias anécdotas. Sólo era cuestión de esperar que nos pasaran más cosas. Y no hizo falta mucho tiempo. Al día siguiente nos perdimos en pleno Hong Kong buscando nuestro hostel. Pero esa es otra historia.