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La fiesta en Nepal que te deja sin aliento

El pasado 14 de abril, multitudes celebraron en la ciudad de Bhaktapur el Año Nuevo o Bisket Jatra. En un encuentro salvaje, saltamos en el calendario hasta el 2074.

Según un relato nepalés, una desdichada princesa del reino de Bhaktapur no encontraba con quién permanecer casada: todos sus pretendientes aparecían muertos la mañana siguiente a la luna de miel. Sin embargo, un valeroso caballero se animó a afrontar el desafío y pasó la noche en vela. Ni bien la princesa se durmió, una enorme serpiente apareció en la alcoba matrimonial; el príncipe sacó su espada y le cortó la cabeza.

Recordando la leyenda de esta víbora, que representa al demonio, los nepaleses celebran el Año Nuevo o Bisket Jatra a mediados de abril en esta ciudad, que en la Edad Media formaba parte de los tres reinos del valle de Katmandú.

Quienes puedan participar de estas celebraciones entrarán en una cápsula del tiempo. Hacia el futuro, 56 años y ocho meses más adelante. Y hacia atrás, en festividades salvajes que se mantienen intactas desde hace siglos.

El calor agobiaba cuando llegué a Bhaktapur, el viernes 14 de abril. No había nubes en el cielo, pero tampoco estaba despejado. La permanente polución ambiental, producto del polvo y del esmog, no dejaba respirar.

La española Isabel Iniesta oficiaba de guía y con ella viajé en un atestado colectivo urbano. El conductor, del lado derecho, no hacía más que clavar los frenos, ya fuera por cruzarse vacas sagradas –que aquí no se pueden tocar– o para esquivar los baches.

En cada parada, un joven en la puerta reclutaba pasajeros gritando varias veces el nombre del destino. Se notaba que nos íbamos de fiesta: subían mujeres con coloridos saris –rojos para las casadas– y niñas con vestidos de tul bordados con dorado. Cuando pensé que ya no cabía un alfiler, un hombre hizo entrar a su hija por la ventanilla delantera.

Ingresamos a la ciudad tras pagar una entrada de 15 dólares y vimos la imponente plaza Durbar, que formaba parte de la antigua ruta comercial entre el Tíbet y la India, con sus animales protectores, escalinatas y maderas talladas por la casta Newar –de grandes comerciantes y artesanos–.

El clima festivo se apoderaba del lugar. Músicos tradicionales con platillos y bombos recorrían los templos de los millones de dioses hindúes, y estudiantes con trajes típicos de color rojo, negro y blanco tocaban melodías de escasos acordes con sus flautas traversas. Las mujeres hacían cola para dejar sus ofrendas de arroz y los padres dibujaban en la frente de sus hijos la tika (un punto entre las cejas) en señal de protección. Llevaban ramas y flores en la cabeza para pedir fertilidad.

Paréntesis: Nepal es el país del simbolismo. En todos los hogares se ofrendan agua y flores para los dioses, y la mayoría de los seres vivientes son sagrados. El día de Año Nuevo, en el barrio New Naicap, al oeste de Katmandú (la capital del país), los devotos casaron a dos árboles en el templo de Siva, el dios hindú más poderoso.

Volviendo a Bhaktapur, hasta aquí todo era fiesta porque Bhairav, la aterradora encarnación de Siva, todavía estaba dormido. El protector de la ciudad descansaba en un gran carro de madera, que los fieles transportaban (tambaleando y chirriando) con sogas por toda la ciudad.

En la segunda plaza se montó un escenario. El dios Bhairav comenzó a bailar con una careta azul junto con su esposa Bhairavi, mientras hacía con las manos posturas de meditación. Las escalinatas del templo se convirtieron en asientos. Una ambulancia intentaba abrirse paso entre la multitud.

Yo también busqué abrirme paso entre los callejones que conducían a la última plaza, Khalna Tole, para poder divisar las carrozas: en una iba el dios, y en la más chica, su esposa. No fue fácil. Los puestos de platería, pashminas y yogur estaban atiborrados. Los motociclistas pasaban ensordeciendo con sus bocinas. Se mezclaban olores de incienso y orín.

Cuando finalmente llegué a ver las carrozas, el clima de fiesta había mutado por el de excitación. Las estructuras tenían tres techos de madera tallada y cortinado rojo, y de ellas colgaban las campanas que los fieles tocaban para alejar a los demonios.

El tire y afloje de las sogas comenzó con gritos y euforia. En la calle había corridas entre la muchedumbre. En las veredas, los espectadores se amontonaban en balcones y techos.

Comenzaba a faltar el aire. Quería irme más atrás, pero no había dónde correrse. Hicieron su ingreso la banda y la Policía local, armada con palos. Les siguieron los sacerdotes con estolas de colores, protegidos por una sombrilla.

La tensión se trasladó al centro de la plaza, donde se levantaba un palo de 25 metros de altura que los devotos intentaban derribar, también con sogas, gritos y sudor. Se lo conoce como lingam y su forma fálica encarna los poderes creadores del dios Siva.

Después del tironeo, el poste cayó, evocando la muerte de la serpiente en manos del príncipe valiente. El diablo murió una vez más y así comenzó formalmente el año 2074 del calendario hindú Vikram Sambat.

Salí pronto de la plaza y volví al barrio en otro recargado colectivo. Al día siguiente, la prensa local informó sobre la muerte de un hombre de 30 años, aplastado mientras caía el palo. Otros cinco resultaron heridos.