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Ilha Grande, ¿la Alcatraz de Río de Janeiro?

En la turística isla brasilera funcionó hasta la década del ’90 una cárcel conocida como “el caldero del diablo”. 

Amanecía el último día en Ilha Grande y había que exprimirlo. Las opciones eran diversas: quedarnos a la vuelta de la posada en Preta, con su arena negra; tomar un taxi boat a otra isla nivel Caribe; o caminar por una trilha de nueve kilómetros a Dois Rios, en la costa oceánica.

La decisión fue fácil: ir por la más difícil. El trekking selvático es uno de los atractivos de esta mansa isla que se despega apenas 111 kilómetros de Río de Janeiro, pero que parecen miles cuando uno se saca el salvavidas anaranjado. Al mix de selva, mar y tranquilidad se llega en unos minutos de lancha, luego de bajar de un colectivo desde la capital carioca.

Allí estaba el cartel de la trilha 14, apuntando hacia el sentido opuesto al mar. Con repelente y protector solar en la mochila encaramos por una calle ancha, la única de la isla por la que circula un puñado de vehículos, de la Policía y de la Universidad, que no se detienen para levantar a los turistas cansados.

A los pocos minutos conocimos a Ney, un abogado de Mangaratiba que iniciaba el mismo recorrido, pero con otras motivaciones. Andaba con sus 76 años y una bolsita de nylon con una piña en su interior.

“Antes de morir, quiero bailar Por una cabeza en Buenos Aires”, entonó como presentación empática, dando unos pasitos tangueros. Con firmeza, marcaba el ritmo de la caminata. Nosotras íbamos por un trozo de mar rodeado por dos ríos, como dispara su toponímico nombre. El hombre nos contagió su ansiedad casi adolescente: nos toparíamos con mucho más que una bonita y poco conocida playa del litoral brasilero. En esa punta del extremo este de la isla funcionó por casi un siglo el penal de máxima seguridad de Río de Janeiro. Dois Rios era también una villa casi en ruinas, tras su florecimiento junto con la época de oro de la penitenciaría.

El abogado volvía después de 40 años, cuando había visitado a un amigo de la infancia que había tomado “malas decisiones”. Esa primera vez había llegado en barco, único acceso por años a la prisión. Planeaba reconstruir ese pasado para alimentar un libro que estaba escribiendo.

El centro penitenciario fue construido a fines del siglo XIX e inaugurado en 1903. Con matices –el último nombre fue Cándido Mendes–, funcionó hasta 1994. Luego, sus muros fueron derrumbados y sobre sus ruinas se reconstruyeron algunas salas, convertidas en museo. La leyenda se cimenta con historias cinematográficas, como la huida en helicóptero del jefe del Comando Vermelho, grupo criminal que se formó entre sus celdas. “El caldero del diablo”, como lo bautizó el fotógrafo André Cypriano, quien retrató a sus últimos reclusos, debió cerrarse para que la isla explotara su plano turístico.

Con las indicaciones que le tiraron los pocos lugareños que cruzamos, Ney nos guio por un atajo al margen del circuito homologado, cuyo ingreso lo marcaba un bosque de bambú. Había que descender del nivel del camino e internarse en un sendero casi imperceptible, con vegetación cerrada, lianas e insectos, diferente a otros con la huella muy marcada que conducían hacia playas más populares. La única foto con el letrado fue unos minutos antes, en el morro “Gracias a Dios”, en señal de agradecimiento por haber concluido la pendiente ascendente.

Cuando emergimos del atajo, ya todo fue cuesta abajo y la calle ancha se transformó en un pasadizo estrecho, entre prolijas hileras de palmeras. Y ahí estaba la villa fantasma, con casas abandonadas y descascaradas. En el ingreso, un “guardián” registraba cada nombre. Del otro lado de la plaza se levantaba la silueta de lo que quedó del presidio.

En la Villa Dois Rios, que poblaban los empleados de la cárcel, viven unas 150 personas, relacionadas con la universidad que se ocupa del mantenimiento.

No son pocos los que opinan que, con un proyecto de turismo sustentable e histórico, el penal con privilegiada vista al mar podría haberse convertido en la Alcatraz de Sudamérica. En cambio, el sitio pasa casi inadvertido dentro de la oferta turística de la propia Isla.

Unos metros hacia la izquierda de la prisión asomaba la playa kilométrica y desértica, abrazada, en cada extremo, por dos ríos mansos que serpenteaban hasta fusionar su agua verdosa y dulce con la salada y azul del mar, y con bancos de arena de distinto calibre.

El regreso fue al menos accidentado. Nos quedamos más tiempo del recomendado y no sólo nos alcanzó la noche, sino también un intenso chubasco. Además, sin Ney, nos perdimos en los atajos. Las lucecitas de Abraao, que cortaban la oscuridad, confirmaron que el último día en Ilha Grande valió la pena.