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Hamacarse ante un volcán

Algún día volverás a rozar el cielo con los pies y hamacarte será tu mejor revolución. Cuando ello ocurra, será un acto de justicia con tu infancia.

En Baños de Agua Santa, a 187 kilómetros de Quito, la capital de Ecuador, la hamaca del fin del mundo –así la llaman– es una máquina del tiempo sin motor. Uno de los atractivos turísticos más concurridos en un sitio cargado de naturaleza y deportes extremos.

La aventura comienza mucho antes. Se puede llegar en bus –el viaje demora alrededor de 40 minutos y contornea entre curvas el verde de las montañas–, o también optar por un trekking para apreciar la flora y la fauna. En este caso, existen senderos internalizados entre los bosques, caminos que dejan atrás vertientes y llegan, por ejemplo, hasta el Cristo del Corcorvado. Desde ahí, la vista panorámica de la ciudad no tiene desperdicio. Después quedará avanzar un trecho más, otra vez sobre la ruta, hasta alcanzar el destino final.

A volar

Al llegar a la Casa del Árbol, los columpios cuentan un secreto. La reacción de los visitantes se vuelve infantil: se quitan años de encima y respiran vitalidad. Algunos corretean como cuando jugaban en la calle hasta que tocara merendar o cayera la noche. Todos quieren lo mismo: volar y planear en las hamacas.

Dentro del predio hay dos que sirven a modo de ensayo, para ganar confianza y calmar la expectativa. Y después sí, aparecen las que están debajo de la famosa casita, la que todos soñaron con fabricar arriba de un árbol cuando eran niños. Construida en madera y pintada prolijamente, tiene ventanales bien ubicados y es atravesada por un tronco que llega hasta un mirador que reza “Balcón del cielo”. Una vez allí, no quedan muchas opciones. De repente, uno ya está tomando envión sobre las rampas, pero puede que sean manos ajenas las que lo impulsen contra el activo volcán Tungurahua, que desde 5 mil metros de altura contempla la escena.

La ansiedad por llegar al columpio del fin del mundo invade a todos. La presencia del volcán no pasa desapercibida. Además de las hamacas, allí funciona el Instituto Geográfico Militar, que monitorea la actividad del “monstruo”. Incluso se puede participar de charlas gratuitas, en la que los expertos detallan sus características y las erupciones más recientes.

Sobre una de las paredes del estudio hay fotografías de turistas, crónicas de viaje, reportajes a personal que trabaja en el área y una foto premiada por la revista estadounidense National Geographic. La imagen fue tomada por el fotógrafo Sean Hacker Taper, el 1º de febrero de 2014. Ese día, el gigante estaba en proceso eruptivo. La escena retrata el instante preciso: un hombre se hamaca con la erupción de fondo. Poco después de aquel clic famoso, todos los presentes debieron evacuar la zona por la llegada de una nube de ceniza. La obra fue distinguida en la categoría Merit Prize Winner.

El ingreso (1 dólar por persona) abre las puertas a un espacio lúdico. La vista se vuelve colosal desde las alturas: cerros, vacas pastando, aves, praderas y ríos lejanos. Después de tanto vértigo, el estómago pide a gritos su recompensa. Si el hambre despierta, se puede comprar empanadas de queso –muy recomendables– y una cerveza Pilsener helada.

Entre el vértigo y la quietud

Con el cielo despejado podrá apreciarse la cima del cráter. Muchos visitantes esperan pacientes el paso de los nubarrones para retratarlo. Activo desde 1999 –año en el que toda la población de Baños fue evacuada por meses–, el volcán es un actor más en la cotidianidad de una ciudad imperdible. Un clima templado, el acceso a las puertas de la Amazonia, aguas termales y cascadas, y un entrono ideal para practicar rafting, kayak, escalada en roca o bungee jumping la ubican entre las más seductoras de Ecuador.

Cuando la hamaca pende sobre el precipicio, las máquinas fotográficas disparan contra los valientes. Algunos abren los brazos para atrapar tanta inmensidad, otros optan por cerrar los ojos y no contemplar el barranco de 2.600 metros de profundidad. Y no faltan quienes gritan al ver sus cuerpos oscilar en el abismo.

Tenderse boca arriba sobre el césped no tiene precio. Rodeado de valles, las nubes cruzan el inmenso cielo y el pulso de la naturaleza le acercan a uno paz y belleza. También puede buscar sombra en un quincho al aire libre para escribir sus emociones, leer o entregarse a la meditación.

Una vez allá, conviene volver a ser niños por un rato. Perderle el miedo al ridículo y rendirse ante la adrenalina. Como cuando estábamos en la plaza del barrio y hamacarse contra el sol era un signo de libertad.