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El peregrino de 80 años que cruzó América en moto

Héctor Nallino recorrió unos 8 mil kilómetros desde Colombia hasta una iglesia de Córdoba para agradecer por su salud. Viajó solo y sin inconvenientes.

Fue durante el servicio militar, en una torre de control de vuelo. Mapas de todos los continentes lo rodeaban, casi como una provocación. Mientras sus compañeros recorrían distintos países para poner a prueba sus conocimientos, le brotó, desde adentro, una certeza: “Si ellos viajan, yo también puedo”.

Con dos décadas a cuestas, Héctor Nallino terminó el servicio, trabajó un par de años y partió con sus ahorros en un tren que salía desde Alta Córdoba. Su destino final era Venezuela. Pero en Colombia conoció a su mujer y, viajes de por medio, terminó instalándose y formando una familia.

Hace un año, recordó algo que venía dándole vueltas en la cabeza desde hacía tiempo. Sus pies no siempre habían sido firmes: cuando era chico, su mamá le pidió un milagro al Cristo de la Buena Muerte a cambio de una promesa y, según cuenta, de la noche a la mañana pudo caminar. Con casi 80 años, Héctor sintió la necesidad de agradecer por su salud.

Tomó dos decisiones: iría a la misma iglesia a la que había acudido su mamá (el templo de Reducción, en Córdoba) y haría el trayecto en moto. Y las mantuvo. Recorrió los 8 mil kilómetros que separan a San Antonio de Tequendama (Colombia) de nuestra provincia, atravesando Ecuador, Perú y Chile. Después, caminó otros 147 desde Villa María hasta llegar a la iglesia de Reducción. Hace unos días llegó nuevamente a tierras colombianas. Aquí, algunas palabras sobre la primera parte de su viaje.

-A la hora de planificar el itinerario, ¿qué aspectos tuviste en cuenta?

-Se puede decir que el camino que hice ahora lo había hecho dos veces. Una, cuando me fui a los 23 años, con la diferencia de que en esa oportunidad salí por el norte argentino y atravesé Bolivia. Este viaje fue distinto: vine por el Pacífico, orillando el océano. Y hace 25 años había hecho el mismo recorrido en ómnibus, entonces ya tenía un conocimiento sobre las vías. Desconocía las distancias, pero apelé a Internet y tuve una idea aproximada del tiempo que me llevaría. Fue exacto, porque había calculado 30 días de viaje y fueron 30, a un promedio diario de 283 kilómetros.

-¿Cómo era un día en tu viaje?

-Me levantaba a las 6 de la mañana. Si el alojamiento incluía desayuno, me duchaba, acomodaba las cosas en la moto, desayunaba y más o menos 7.30 era la hora de salir. Paraba donde quería. Normalmente de 7.30 a 14.30 era la jornada de marcha, con cinco o seis paradas. En mi mochila siempre llevaba agua y frutas, especialmente manzana, porque es una fruta que aguanta. A veces llevaba sándwiches y me detenía en lugares donde hay refugios para que los usuarios esperen el ómnibus. Estacionaba la moto y hacía un almuerzo ligero antes de llegar a la población donde iba a finalizar la marcha de ese día. Quería que el viaje fuera placentero y no fatigante. Al llegar, lo primero era reabastecer de combustible a la moto, para no perder tiempo al día siguiente. Buscaba un hotel y les decía: “Yo puedo dormir afuera, pero a la moto la quiero adentro”. Entonces me instalaba, me recostaba y después salía a conocer la población y les avisaba a mis hijos o a mi señora que había llegado bien.

-¿Hubo alguna zona peligrosa en el camino, o que te haya generado temor?

-No. Por principio siempre he pensado que, cuando uno sale de la casa, debe dejar los temores adentro. Desde mi concepción, hay que ponerse en manos de Dios, y que suceda lo que tenga que suceder. No tuve ningún inconveniente. En 8 mil kilómetros lo más probable es que de pronto llueva un día o esté muy frío, pero fueron 30 días de sol resplandeciente y la moto no tuvo ninguna falla.

-¿Qué impresión te llevas de los pueblos que conociste?

-En este viaje he experimentado la solidaridad. Una persona en moto y con casco es difícil saber si tiene 20 o 50 años, pero cuando me sacaba el casco y me veían, llegaba la primera sorpresa. Cuando me preguntaban de dónde venía, por ejemplo en Perú, y respondía que de Bogotá, me preguntaban si viajaba solo. Al decir que sí, hacían una pausa y luego la pregunta obligatoria: “Disculpe, ¿cuántos años tiene?”. Yo se las devolvía: “¿Cuántos piensa que tengo?”. Todos me decían 70,72, 68. Cuando les confesaba que estaba por cumplir 80, no lo podían creer. Eso abría un espacio de diálogo y de afecto entre las personas que es natural, pero que es también recíproco. En mi caso, me sale del alma compartir con la gente.

-¿Hay alguna anécdota que recuerdes en especial?

-Unos 15 kilómetros después de pasar la Cordillera, dentro de territorio argentino, llegué a un hotel. Me presenté y, antes de descargar las cosas, me dijeron: “¿Tomas mate? ¿Te gusta la pizza?”. El dueño del hotel, dos amigos de él que estaban ahí y el cocinero acababan de preparar mate con pizza y me incorporaron ahí con un afecto, con una hermandad, que me hacía pensar que nos conocíamos desde hacía años. Me hablaron sin formalismos: “Ponte cómodo, esta es tu casa. Después te ayudamos a bajar el equipaje. Primero vamos a tomar unos mates, así nos cuentas”.

-Estuviste muchas horas solo en el viaje. ¿En qué pensabas durante todo ese tiempo?

-Es muy difícil encontrarle una explicación racional. Al salir de Colombia, empecé a ver en cada país cruces que indican el fallecimiento de personas en accidentes de autos o motos. En un momento sentí la necesidad de, frente a cada cruz y pasando a 80 kilómetros por hora, decir en voz alta: “La paz de Dios sea con ustedes”, “Dios los quiere”. Y ese era un entretenimiento maravilloso que me hacía sentir bien y muy acompañado. Bendije a quienes habían perdido la vida: fueron miles de cruces en 8 mil kilómetros. Cuando veía las cruces del otro lado, me decía a mí mismo que a la vuelta les tocaría a ellos. Ya tengo la ocupación: no es el celular ni el GPS. Es otro tipo de actitud, y eso vine haciendo.

El día que emprendió el viaje de vuelta, lloviznaba. Parecía una ironía, pero no: el agua sólo lo acompañó entre Mendiolaza y Río Cuarto. Después el clima fue bueno. Corría con algunas ventajas: sabía en qué lugares iba a dormir y sabía, también, qué rutas estaban en buen estado. En Punta de Bombón (Perú), sufrió una caída, pero sin consecuencias. Llegó a San Antonio de Tequendama después de 28 días. Y, al igual que en la ida, en el camino saludó a vivos y a muertos.

En números

En total, recorrió 15.728 kilómetros. El viaje de ida fue entre el 3 de septiembre y el 2 de octubre y manejó a lo largo de 7.940 kilómetros (en promedio, hizo unos 283 diarios). La vuelta, del 16 de noviembre al 14 de diciembre, le llevó 7.788 kilómetros (aproximadamente unos 288 por día).

La compañera

Héctor viaja en una Royal Enfield 500cc. “La moto da la sensación de independencia, de libertad, de sentir el aire en el avance”, expresa. La pasión viene desde hace tiempo: compró la primera al terminar el servicio militar. “Era una moto pequeña pero que para la época era buena. Era cero kilómetro, muy económica y me llevaba a todas partes”, cuenta.