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El mercado en la cultura quechua

Zumbahua, a 3.800 metros de altura. El mercado es un encuentro comunitario y comercial que se hace todos los sábados en la plaza, para vender y comprar.
Zumbahua, a 3.800 metros de altura. El mercado es un encuentro comunitario y comercial que se hace todos los sábados en la plaza, para vender y comprar.

Recorrido por la cultura quechua, de marcados signos comunitarios y étnicos, típicos de los pueblos originarios. Al circuito cultural se accede desde la localidad de Latacunga, cercana a Quito, la capital ecuatoriana.

El camino avanza por la sierra de la región Interandina y atraviesa decenas de comunidades rurales, donde los campesinos sacan provecho a los cultivos que trepan hasta la última ladera.

El paisaje se convierte en algo semejante a una tela de Oswaldo Guayasamín, destacado pintor ecuatoriano cuya obra se enmarcó en la miseria de la humanidad y la violencia del siglo 20. A medida que se asciende, se observan los distintos tipos ambientales hasta llegar al páramo, por arriba de los 3.500 metros sobre el nivel del mar. Allí la vegetación es escasa y los cultivos son una hazaña por las sequías, las heladas, las granizadas y el viento, dice el poblador Baltasar Umajinga.

La distribución territorial en Ecuador es en parroquias y la localidad de Zumbahua, a 3.800 metros de altura, es cabecera de una de ellas, en la provincia de Cotopaxi. En esa población todos los sábados, desde décadas atrás, se hace la feria o el mercado, al decir de los nativos, donde se venden o intercambian las mercancías producidas en el área rural.

El pueblo no tiene grandes atractivos arquitectónicos ni geográficos, su mayor potencial radica en la fuerte presencia de culturas quechuas, entre las que se destacan Michacalá, Guantopolo, Tigua, Chimbacuchu, Rumichaca, Yanatoro y Talatac, cuyas identidades se manifiestan en vestimentas, sombreros y abalorios.

El mercado de los sábados. La plaza central es el centro vital del poblado. Unas gradas en los bordes, el mástil sobre unas rocas sobresalientes del solado y la presencia de una iglesia amarilla que, aunque de puertas cerradas, actúa como la gran cuidadora, siempre presente. Calle de por medio, pequeñas tiendas improvisadas con cuatro o cinco productos. Sólo el viejo hostal Cóndor Matzi, de madera, marca la diferencia.

Con el orden generado en el hábito, desde la 5 de la mañana cada rubro ocupa un lugar, separado por mínimos pasillos.

Sobre los diversos caminos que bajan de la montaña y conducen a la feria, hileras de personas avanzan con enormes cargas sobre la espalda, acompañados de cerdos, ovejas y vacas que caminan al lado. No faltan las gallinas que trasladan atadas por las patas y miran el mundo al revés, en un revuelo de plumas.

Cada poblador lleva la producción esforzada para vender y compra lo que necesita, previo regateo.

Distribuidos por rubros, la plaza tiene un sector colorido donde se encuentran las frutas (mangos, frutillas, plátanos); un área de aromáticas, donde el perfume lo hegemoniza el cilantro y, más allá, las papas en sus distintos tipos.

Los corderos, cerdos y pollos se trozan bajo la mano experta de una corpulenta carnicera, que al blandir un hacha distribuye en mesones los menudos, orejas y cuero de chancho.

En otro sector se encuentran los productos de bazar, utensilios de cocina y, al lado, la ferretería con herramientas de labranza, sogas vegetales trenzadas y bateas hechas con neumáticos.

También hay muchos puestos de venta de ropa, con faldas y chales típicos de las “cholitas” y vendedores de sombreros y plumas.

Interminable laberinto. El mercado es un interminable laberinto del cual no se quiere salir. Sobre el lateral sur, las máquinas de coser Singer a pedal no paran: se toman medidas, se corta y se cose. Cuatro hombres costureros, o sastres, atienden las demandas de la clientela. El ruedo de un pantalón recién comprado; un borde de sábana, o una costura al poncho, ponen en acción los pedales de las máquinas.

Al lado, las vendedoras de ­panela (alimento hecho del jugo de la caña de azúcar, envuelto

en hojas de plátano) ofrecen su producto.

Sorprendente son las humeantes ollas ubicadas en el corredor central, donde se cocinan sopas de quijadas, de pata de vaca o de pollo. También hay cabezas asadas y chicharrón de chancho, con maíz hervido y el típico cuy (roedor), interminables opciones para el desayuno.

Los aromas fuertes producen diversas sensaciones en el viajero, mientras los más chicos enloquecen ante el puesto de

la vendedora de espumilla y ­golosinas.

En la parte baja de la plaza se concentra la venta de animales en pie; a su lado, las pieles de oveja, usadas para tambores, y las pinturas tradicionales de los pobladores de Tiguá.

Las vestimentas y mercancías pintan de colores la escena, en la que se alzan voces en quechua que discuten precios en medio del humo de frituras

que invade el aire y al que se suman los comuneros, con arengas políticas.

A medida que la mañana avanza, changarines con enormes bultos en la espalda se encaminan a los estacionamientos donde esperan las camionetas, para regresar a las distintas parroquias con pasajeros. Todos juntos, niños, mujeres, hombres y animales, hermanados en la caja, sin distinción.

La feria es un encuentro social, comunitario, y las familias se encuentran y comentan novedades, otros se cortejan y también hay acuerdos en decisiones comunales, entre algunos tragos de aguardiente.

A las 14, la feria comienza a extinguirse y se transforma en escenario y pista de baile.

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