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El mercado de Otavalo

El Mercado de Otavalo con sus mujeres vestidas a la usanza de sus antepasados aborígenes.
El Mercado de Otavalo con sus mujeres vestidas a la usanza de sus antepasados aborígenes.

Todos los sábados, en la Plaza de los Ponchos de Otavalo, a 100 kilómetros de Quito, se despliega el mercado aborigen más importante de Latinoamérica, donde los artesanos del lugar, ofrecen sus tejidos multicolores.

Todos los sábados, en la Plaza de los Ponchos de Otavalo, a 100 kilómetros de Quito, se despliega el mercado aborigen más importante de Latinoamérica, donde los artesanos del lugar, ofrecen sus tejidos multicolores.

La ruta Panamericana conduce hacia el norte a través de los áridos paisajes de las laderas volcánicas, con subidas y bajadas muy pronunciadas. Bordea y atraviesa ríos y se adentra en la fértil y productiva provincia de Imbabura.

A la vera del camino aparecen hombres y mujeres, vestidos con atuendos pintorescos. Las mujeres, con impecables blusas blancas y flores bordadas, polleras azules; una capa o chalina (fachalina), sobre los hombros; alpargatas sencillas en los pies, y collares dorados de varias vueltas que les cubren desde el cuello hasta el pecho. Los hombres, luciendo largas trenzas, pantalones blancos hasta la rodilla, sandalias, ponchos azules o negros reversibles y sombrero de fieltro. Son los nativos otavaleños, quienes usan esas ropas incluso para trabajar.

“Yo cortejé a mi mujer como es la costumbre otavaleña. No somos muy románticos al principio, la tomamos a empellones y guijarrazos. Al tiempo, cuando le pude quitar la fachalina, fui con mi familia a pedirla a sus padres”. Si el padre acepta, el alcalde les “pone los rosarios” y ya están casados.

A los otavaleños se los considera la aristocracia aborigen de América. Son extraordinariamente inteligentes y dotados de iniciativa; honestos a ultranza en los negocios, porque saben que de eso depende su prestigio y su éxito, excelentes padres de familia, fieles y hogareños.

Toda la familia trabaja en la actividad principal, generalmente el tejido y el comercio. Ellos son los que comercian en el mercado, el más antiguo, incluso desde la época preincaica. Todos los días, despliegan sus productos en la Plaza de los Ponchos, pero es el sábado cuando el mercado muestra todo su potencial, extendiéndose a las calles aledañas.

El regateo es ley. Comienzan con un precio exagerado, acorde al aspecto del turista. Luego de un duelo de ofertas, realmente se pueden comprar cosas muy interesantes por pocos dólares. Decenas de puestos ofrecen coloridas mantas de lana; hamacas para colgar; tapices de telar; blusas bordadas; chalinas y bufandas, y sandalias.

Conviven con puestos de comidas típicas, verduras, pollos, especias y legumbres. Color, color y más color. Al atardecer, todos guardan las mercaderías en valijas, grandes bolsones, carretillas y camionetas y emprenden el regreso a sus remotas aldeas en las montañas, mientras el sol se esconde.

Justo en la mitad. En la mitad del mundo, los milagros existen. O no, diría un científico y lo demostraría con muchas fórmulas y principios físicos.

Pero yo lo ví. Yo ví cómo el agua drenaba absolutamente perpendicular en la misma línea del Ecuador y cómo giraba para un lado o para el contrario, con sólo ubicarnos a dos metros de distancia, de uno y otro lado de la línea. Yo ví también cómo a Juan le era imposible caminar en línea recta sobre la línea con los ojos cerrados y comprobé que justo allí pesaba menos, sin dieta y sin Cormillot mediante, sólo por la menor fuerza de gravedad del lugar.

Y ví cómo Magalí paraba un huevo crudo sobre la cabeza de un clavo, en pleno equilibrio y sin trucos. Todo eso ví (y viví) justo donde el GPS marca latitud 0º 0´ 0”. Allí estaba el indeciso que se paraba en la línea para decidir en que hemisferio vivir (o simulaba hacerlo) y estaba el gracioso que lo hacía con un pie de cada lado.

Y estaba Fabián Vera, un fanático estudioso del cielo, el sol y las estrellas, que ideó Inti-Ñan, un interesantísimo lugar donde además de experimentar se puede conocer sobre las tribus que reducen cabezas en la Amazonia; visitar el bosque totémico con figuras de todas las culturas que se regían por el sol, y comprobar la trayectoria solar que dos veces al año (en el solsticio y el equinoccio) pasan por el centro del observatorio que él construyó, porque los rayos solares caen totalmente perpendiculares allí.

Y Vera armó su museo casi burlándose de los gobernantes, quienes ubicaron un fastuoso monumento en la llamada Ciudad  de la Mitad del Mundo, que no está justo en ese lugar, sino 276 metros más allá.