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El desierto más árido del mundo: una recorrida por Atacama

Un relato en primera persona a través de pueblos perdidos y paisajes que cortan la respiración en el norte de Chile hasta llegar a Uyuni, el mar de sal boliviano.

Después de dos intentos fallidos de hace más de dos décadas, visité por primera vez Chile. Se rompió el maleficio que me tenía reñida con el país trasandino. Y no fue para recorrer la bohemia Valparaíso, sumergirme en un tour de compras en los shoppings de Santiago o visitar las postales de fiordos del sur. Fue para conocer el desierto más árido del mundo: Atacama, que reseca la boca y parte los labios desde que uno pisa su despojada geografía. Ni un paso se puede dar sin una botella de agua debajo del brazo.

No tenía 20 años aún cuando ocurrió mi primera gran desilusión con Chile. Mi hermano, entusiasmado, me había invitado a sumarme a un grupo de amigos que planeaba recorrer Viña del Mar. Pero mi viaje sólo duró unos pocos días en mi cabeza, hasta que sus amigos se enteraron de mi incorporación. Del asunto supe hablar entre sueños, según me contaron mis compañeras de departamento en mi época universitaria. Mi primer viaje fuera del país tendría que esperar un poco más.

Mi segundo fallido no fue mucho tiempo después. Mis papás todavía administraban mis permisos, y no me dejaron acompañar a mi novio que viajaba con harta frecuencia a la zona franca de Iquique. Pasaron dos hijos, una separación y yo seguía sin conocer Chile, salvo el Comodoro Arturo Merino Benítez.

Un pueblo en el extremo norte

Habrá tenido que ser así. Lo concreto es que, ya en libre albedrío y sin otras ataduras, decidí conocer el extremo norte del país. Y así llegué, sin ninguna recomendación, por pura intuición a San Pedro de Atacama, base en el desierto rodeada de fotogénicos géiseres, termas increíbles y quebradas imposibles.

Nadie se va de San Pedro, que dispara un cielo limpio y cercano que encandila, sin reconocer al menos que las Tres Marías forman el cinturón de la constelación de Orión, el cazador. Los telescopios que sustentan la red más grande del mundo –y uno de los tours más vendidos– están de más para apreciar la belleza de una cúpula que llega hasta el piso.

Por su superexplotado y diminuto centro de un puñado de cuadras, que conserva la estética del adobe en sus construcciones, brotan con más fuerza que el agua y el vapor de los géiseres los hostels, las casas de cambio, las de alquiler de bicicletas y las agencias de viaje.

La frenética búsqueda de los turistas por pesos chilenos logra que, en una brecha más corta que la variable cotización, germine una docena de casas de cambio. En menos de veinte metros, te pueden pagar el dólar de 600 a 630 chilenos y los pesos bolivianos, de 90 a 140 chilenos. Y todas funcionan. Los europeos y orientales, sin preguntar, entran con el billete en mano esperando el cambio que se disponga. Otros necesitamos estirar la moneda.

Túneles, géiseres y termas

Desafiando una jornada cercana a los 40°, recorrimos en bicicleta algunos de los sitios menos “vendidos”. En trepadas intensas pero altamente justificables, descubrimos la fisonomía escarpada y coloreada del Valle de Catarpe. Haciendo poco caso a quien nos alquiló los rodados, que con una cruz tachó el paseo del túnel en el mapa fotocopiado que nos entregó, ahí fuimos: al antiguo paso entre San Pedro y Calama. Definitivamente, la transgresión valió la pena.

Faltaba un cañadón profundo, con nombres alternativos: Chulacao o la Quebrada del Diablo. En camino, los organizadores de una maratón de 60 kilómetros en retirada nos invitaron con agua, gaseosas y frutas cuando nuestros víveres ya se habían terminado. Sin esa ayuda, no hubiésemos llegado. Pagamos gustosas los mil pesos de penalización por demorarnos más de las seis horas contratadas.

El día siguiente, como contraste, coincidió con una larga jornada de relajación: en una hondonada, corría un río de agua caliente encerrado en ocho piletones en desnivel, cuya temperatura disminuía al bajar. Las termas de Puritama, entre cerros, cascadas y pajonales, resultaron una delicia. Sólo había que soportar el frío al mudarse entre olla y olla.

Esa noche, los 45 me encontraron rodeada de amigos del momento. Con John, un malayo con seudónimo para facilitar su difícil nombre, que fileteaba la carne para apurar el asado; y Kim, el apodo de una coreana con nombre innombrable. Además de un alemán, varios chilenos y una amiga cordobesa, con quien logramos hacerlos escuchar Ulises y Damián Córdoba por un rato. El cumple feliz sonó en varios idiomas.

Al día siguiente, el esfuerzo de subir dos mil metros de un tirón se sintió. A los géiseres del Tatio había que descubrirlos de madrugada. De regreso, nos topamos con un pueblito casi fantasma colgado de la montaña. En Machuca, la mayoría de las poquitas casas estaban cerradas con candado y lucían una cruz en su techo. De los nueve habitantes, un anciano testarudo intentaba sobrevivir a base de desgranar coplas con su guitarra y vender yuyitos a los turistas frente a su casa.

Por territorio boliviano

El camino hacia el salar de Uyuni, ya en Bolivia, resultó hasta más impresionante que el mar de sal que parece infinito. En la travesía por el medio de la nada, uno se topa con desiertos con formas surrealistas; lagunas altiplánicas de todos los colores y más agua que brota de la tierra; guías bolivianos que cuentan lo mínimo y pueblitos de casas bajas y un puñado de habitantes.

Después de una semana, se terminó el raid por lugares con una amplitud térmica que va de los grados bajo cero a los 40 en pocas horas. Y de regreso al aeropuerto de Calama, la ciudad minera que sólo ve desfilar a los turistas, el chofer Guillermo me contó en detalle sobre la “Chuqui”, que no es otra que Chuquicamata, la mina de cobre y oro a cielo abierto más grande del mundo explotada por la empresa estatal Codelco. Señaló las nubes de la contaminación, sesgadas por los miles de millones que genera la explotación. “Cuando se les termine, van a ir por la veta que está debajo de la ciudad”, predijo.

Por cierto, el amigo de mi hermano que me bajó el pulgar en mi primer fallido a Chile tampoco pudo viajar en ese momento: su documento ilegible no le permitió traspasar el primer escritorio del aeropuerto Taravella. El contingente quedó reducido a dos.

Ahora sí, el desencuentro con Chile quedó sepultado para siempre a fuerza de sal, arena y boca reseca.