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El amazonas en la era de internet

¿Te imaginás despertando con el canto de pájaros de picos multicolores? ¿Y si el patio de tu casa fuera un río por el que nadan delfines rosados y anacondas capaces de devorar a hombres y mujeres? ¿Qué tal si en lugar de una farmacia recurrieras a las plantas medicinales que crecen en el jardín?

Robinson Alexander Gualinga, de 29 años, no necesita imaginarlo: él lo vivió. El joven recepcionista del hotel Flor de Oriente –de escasa estatura y ojos alargados y dulces– se crió hasta los 11 años en la comunidad Sarayaku, en el centro del Amazonas ecuatoriano. Con cara de dormido, abrió la puerta de madrugada en el hospedaje de Baños de Agua Santa, a 176 kilómetros de Quito.

“Antes de mis 11 años, mi vida fue más natural. Al momento de cada comida, íbamos de caza o pesca. Teníamos chacras en las que cultivábamos plátano, yuca y frutas, y estábamos rodeados de animales comestibles. Éramos muy unidos; comíamos todos de un solo plato grande”, explicó Robinson, cuyo nombre en quechua es Kuichig y significa arcoíris.

Su abuelo había sido un chamán de los buenos: era quien autorizaba a los jóvenes a salir de cacería y quien bebía el wandung, una pócima alucinógena con la que entraba en trance y sanaba a los enfermos. Entonces, comenzó una rivalidad entre las familias vecinas: le tenían envidia. "Murió envenenado en nuestros brazos", dijo el joven. Y contó que, cuando falleció, una paloma blanca salió de su cuerpo y se posó sobre el hombro de quien había sido su amigo. "Él fue quien lo sucedió", relató.

Aquella noche de octubre, escuché sobre la cola de caballo y la verbena, plantas medicinales que curan el resfrío y las infecciones de la piel. Quizás conservando el poder de su abuelo, Robinson logró hechizarme. “No te vas a arrepentir de conocer la selva”, aseguró.

Al día siguiente, tomé un colectivo impregnado de olor a fritura, frutas tropicales y sudor. Viajé cinco horas hasta Puerto Napo, y de allí, veinte minutos más hasta Misahualli, puerta de entrada al Amazonas.

Uniformados

La humedad, esa antipática anfitriona, me recibió de un puñetazo: aquí llueve entre dos y cuatro mil milímetros al año.

En una playa de arena blanca habitada por monos, tomé un bote a motor (una especie de canoa con parasol). La conducían dos hermanos que sólo hablaban quechua, y fueron atravesando las amarronadas aguas del río Napo, que recorre 1.075 kilómetros y desemboca en el Amazonas.

La vegetación se abría paso a lo ancho, con hojas del tamaño de un abanico, y hacia lo alto, en árboles y palmas en las que anidaban aves chillonas. Una horda de mosquitos atacaba directo a las pantorrillas.

Al cabo de 15 minutos, niños y jóvenes aparecieron en la costa. Uno de ellos, desnudo y panzón, intentaba pescar algo. Más allá, una mujer lavaba la ropa, señal inequívoca de que había llegado a destino.

Un cartel de madera daba la bienvenida, en tres idiomas, a la Comunidad Quechua Unión Muyuna, conformada por 28 familias.

Un joven aborigen –llevaba un ambo azul cortado a las rodillas y cuentas de semillas en el cuello– me condujo hacia una choza de paredes de caña y techo a dos aguas de hojas de palma. Una vez adentro, cuatro músicos con idéntico atuendo y tres mujeres de polleras de paja y corpiños de corteza de coco emitían un canto gutural, que parecía un lamento. Una pareja de ecuatorianos y un perro caniche miraban sentados el espectáculo.

Por primera vez en español, un hombre de mediana edad explicó el proceso de producción de chicha: “Nuestras abuelas fermentaban la yuca masticándola un minuto y medio. Ahora recurrimos al camote, un tubérculo dulce”.

En una choza adyacente, el chamán ofrecía “una limpia”. Llevaba el mismo ambo azul con más guardas dibujadas y, en la cabeza, una vincha con plumas. El turista ecuatoriano aceptó y se sentó en una banqueta. El curandero recitó una canción en quechua, mientras pegaba latigazos al aire por encima del creyente con una rama de hojas secas. Para terminar, escupió sobre la cabeza. Y listo. Libre de toda maldad.

Al regresar a la canoa, una mujer sentada sobre sus talones preparaba pescado ahumado envuelto en hojas llamadas "bijao", y un joven veía tele en un smart de 45 pulgadas. Selva high tech.

Música del planeta

En el colectivo de regreso, rastreé en Google la comunidad que había visitado. Resultó que tenían una página web en la que promocionaban un turismo comunitario.

Ya de vuelta en Baños, conté a Robinson mi frustración: esperaba encontrar una comunidad al margen de toda civilización. “Para conocer las tribus más autóctonas, necesitas 15 días”, advirtió.

Me despedí del recepcionista y le pregunté si volvería a la selva. “Sólo por el día –respondió–. Desde que murió mi abuelo, no hay quien marque el rumbo a mi familia”.

Al llegar a casa, pensé que, a final de cuentas, no hacía falta irse tan lejos para sentirse en el Amazonas. Basta con llegar de madrugada y tocar el timbre de un viejo hotel. Ese vergel desprovisto de toda civilización estará presente, ahí, para todo aquel que se atreva a pensar que los helicópteros nunca volarán como los alguaciles.

Las cosas, selva adentro y selva afuera, son parte de la misma música que hace girar el planeta.