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Egipto, mágico y caótico

La tierra de Cleopatra y de Tutankamón es tan única que dan ganas de volver. Crónica de un crucero por el Nilo y una visita a las pirámides.

Reconozco que, cuando decidí ir a conocer Egipto, no estaba muy entusiasmada. Quince días después ya no pensaba lo mismo.

Llegué a El Cairo un viernes por la tardecita. Me recibieron una humedad que mi pelo no agradeció, un bullicio apabullante y un caos de tránsito digno de película.

La estadía fue breve ya que por la noche tomé otro vuelo para llegar a Luxor, punto de partida de un crucero que me llevaría por cinco días a recorrer el Nilo y todo lo que se encuentra a su paso.

Paréntesis: Egipto está atravesando un duro momento respecto del turismo y los días de gloria ya no son los mismos. El número de visitantes ha disminuido considerablemente y eso se nota a cada paso.

En este caso, éramos 60 personas de diferentes partes del mundo en un crucero con capacidad para 500. El barco esperaba con una cena exquisita, una terraza con las estrellas más brillantes que vi en mi vida (la zona tiene un promedio anual de lluvias de un milímetro, por lo que ver una nube o escuchar un trueno es casi utópico) y la brisa más fresca de todo el país.

El itinerario iba desde Luxor hasta Asuán y pasaba por templos vistos y re mil vistos en libros, documentales y películas. A cada ciudad la precedía un desembarco y un recorrido en bus, en calesa (carro tirado a caballos), en faluca (barco a vela) o simplemente a pie. En cada destino descubrí la inmensidad de las construcciones, la perfección de los tallados, los jeroglíficos inentendibles y también los olores de los mercados –difíciles de olvidar–, los bares repletos de humo producto del narguile y lo ruidosa que es la gente.

Los días transcurrieron entre templos, faraones, tumbas, momias y asombro y culminaron con un avión que me llevó nuevamente hacia la ciudad de El Cairo, donde me esperaba la frutilla de la torta: las pirámides.

Un pedazo de historia

La entrada al complejo donde se encuentran está rodeada de policías, detectores de metales y mucha gente. En su mayoría son vendedores incansables que se convierten en tu sombra hasta que les comprás algo o les ponés cara de pocos amigos.

Pasando todo estos obstáculos te encontrás de frente con una obra monumental creada hace casi 5.000 años: la Gran Pirámide de Guiza. Quedarse con la boca abierta y los ojos llenos de lágrimas debe ser la reacción de cualquier mortal; o al menos fue la mía. Tocar con mis propias manos un pedazo de la historia de la humanidad hizo que se me aflojaran las piernas.

Mirar para arriba equivale a ver un edificio de 44 pisos formado por 2,3 millones de bloques de piedra apilados uno arriba del otro. Sólo Dios sabe cómo llegaron ahí.

Hay que rodearla para apreciar a sus hermanas más pequeñas, las pirámides de Kefren y Micerinos, que completan esa foto perfecta tantas veces vista.

Tomar distancia y contemplarlas te hace pensar que están ahí, en el medio de una ciudad caótica, imponentes, viendo pasar la historia. Están ahí y estarán unos cuantos miles de años más demostrando que es posible persistir en el tiempo pese a todo y a todos.

Poder apreciar esta maravilla me emocionó hasta lo más profundo y me hizo pensar que toda persona que habite este mundo debería poder ver con sus propios ojos lo que yo vi con los míos.

Egipto es mágico y es caótico. Es la tierra de Tutankamón y de Cleopatra. Es tan único que te dan ganas de volver una y otra vez. Estoy convencida de que lo haré. No sé cuándo, pero estoy segura de que las pirámides estarán ahí, esperando por mí.