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Don Rafael, un señor chagra

Conversaciones con un “gaucho ecuatoriano” camino al volcán Cotopaxi.

"Las riendas se agarran con una sola mano: la izquierda o la derecha, la que les sea más cómoda. Son caballos de trabajo, no de polo o equitación. Entre el culo y la montura debe caber cuatro dedos. Esa es la forma correcta de medir el largo de los estribos. Para arrancar, levantamos las riendas y tiramos unos besitos. Para parar, tiramos suavemente hacia atrás las riendas y decimos ‘¡shooooo!’”.

Después del breve tutorial, Don Rafael distribuye los caballos. El tordillo manso para la turista francesa. Para el quiteño que ya tiene experiencia, el zaino colorado. El Llanero me toca a mí, el turista cordobés. “Es inquieto y porfiado como vos”, me dice. Pero sigue al resto alegre, así que no tiene nada de “solitario”.

Inca hasta la médula, Don Rafael viste como el gaucho local, el chagra: poncho a rayas y una especie de sobrepantalón, llamado “zamarro”, cubierto con piel de cordero. El casco de equitación, los lentes de sol y el walkie talkie amarillo completan la indumentaria.

El paisaje en esta zona de la provincia de Cotopaxi (Ecuador) ofrece suaves montañas y enormes valles. En algunos tramos, la erosión del agua transforma el camino en una angosta zanja de no más de treinta centímetros de ancho, en donde los animales apenas pueden mover sus patas. Lo deben haber hecho cientos de veces: no hay quejas ni tropiezos. Me recuerdan a los autitos de Scalectric.

Sabiendo mi origen, Don Rafael mira el cielo y me pregunta sobre las costumbres alimenticias de los cóndores argentos para después aportar la versión local: “Acá, se aprovechan de los terneros chiquitos que no pueden hacer la pendiente hasta la aguada. Cuando su mamá baja a tomar agua, ellos pasan volando y ¡chaf! Se los llevan”.

Esta región ecuatoriana es lo que nosotros llamamos “cuenca lechera”. Nos cruzamos con varias familias en plena tarea: ordeñan tres o cuatro vaquitas. Cuando le comento a nuestro guía que en Argentina los tambos tienen más de cien vacas, debajo del casco levanta las cejas, sorprendido, y se interesa en el tema. Me explayo: mi cuna villamariense me da argumentos. De todos modos, no sé si lo convencí o si sólo confirmé nuestra vieja mochila: argentinos igual a agrandados.

Misión frustrada

“Don Rafael, se me cayó algo”, le digo en un momento del recorrido. Con una seña, indica al resto del grupo que siga, y se queda conmigo hasta que encuentro la tapita del lente.

“¿Es un ojo de pescado?”, me pregunta, apuntando a la cámara. “No, es un gran angular para que entre mucho paisaje en la foto”, le explico, y muevo la mano de izquierda a derecha como un limpiaparabrisas, como si no habláramos el mismo idioma. “Ah, es mejor que un ojo de pescado”, contesta. “No necesariamente; cumplen funciones distintas”, argumento. Después hablamos de caballos.

En una hora de cabalgata llegamos al mirador, aunque era de nubes en este caso, porque el volcán Cotopaxi estaba totalmente cubierto. Mientras observamos expectantes en dirección a uno de los volcanes activos más altos del mundo, Don Rafael se aleja unos pocos metros de los caballos que acaba de atar y orina. No es falta de educación, no hay otra opción en este páramo.

“Hay viento, en cualquier momento puede dejarse ver”, nos dice. Después, se acuesta en el piso, y al ratito ronca. Pero el Cotopaxi no se muestra y decidimos volver.

La segunda es la vencida

De regreso en la hacienda, lo saludo como si me despidiera de un entrañable amigo. Me regaló una sonrisa, copia fiel de la que les dedicó a la francesa y al quiteño.

Dicen que en el páramo ecuatoriano hace frío. Esa noche, a la salamandra de mi habitación en la Hacienda El Porvenir le suman dos troncos y refuerzan con una bolsa de agua caliente, con funda tejida y bordada, que termina bajo las sábanas. Para compensar, dejo abierta la ventana y refuerzo con una Pilsen helada.

Porfiado y con la tarea sin hacer, antes del amanecer salgo a pie en busca del Cotopaxi, el volcán que, por tímido o mal llevado, se esconde atrás de las nubes. En el camino me cruzo con una llama con cría, dos ciclistas y un senderista que me saluda.

Trepo a una loma al costado del camino y, arriba, bostezo un par de veces. Tras el tercer bostezo, enfoco la vista y lo veo. Don Rafael tenía razón. En algún momento, el Cotopaxi se iba a mostrar.