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El desierto de los desiertos

En el Sahara nada es lo que nos han contado. Tiene casi el tamaño de China y es una inmensidad compuesta por montañas, grava y piedras, en la que las dunas sólo representan el 20 por ciento.

El desierto es ocre, es rojizo o amarillo intenso. Depende de la luz del día, de la posición del sol y de la antigüedad de sus arenas. De lo que no hay dudas es que el Sahara es el plato fuerte de Marruecos. Aunque, en verdad, decir esto puede ser arriesgado, porque cada rincón de este país africano es fascinante.

Al desierto se llega por diversos caminos pero, en todos los casos, lo mejor es recorrerlo con tranquilidad y con guía. La nuestra fue “Tonia” (Antonia), una gallega sabia y divertida.

Pisamos el Sahara en el cuarto día de excursión. Habíamos comenzado a saborear Marruecos en los mercados de Marrakech, una de las cuatro ciudades imperiales del país. En la antigua medina aprendimos a distinguir las especias, a observar a los encantadores de serpientes y a familiarizarnos con las mezquitas, el sello de identidad de esta nación monárquica e islámica.

Desde allí partimos por la ruta de las mil kasbahs (fortalezas) para cruzar la cordillera del Atlas, colmada de pequeños pueblos bereberes que cuelgan en los abismos. El Atlas se extiende por Marruecos, Argelia y Túnez. Es la “montaña de las montañas”, donde nació el mito griego de Hércules y Atlas, a 2.260 metros de altura.

Nos dirigimos rumbo al pueblo fortificado Ait Ben Haddou. Las mujeres del desierto van cubiertas de negro, de pies a cabeza; algunas, incluso, tienen tapado un ojo. Cargan hijos, arrastran mulas con fardos o lavan la ropa en el río. Los hombres toman té azucarado a la vera del camino, conversan y ven pasar la vida. El contraste cultural es notable.

Ait Ben Haddou es una parada obligada. El pueblo, declarado Patrimonio de la Humanidad, fue escenario de numerosas películas bíblicas y de algunas series, como Juegos de Tronos. Los autobuses se detienen para el almuerzo, pero lo más recomendable es aprovechar ese tiempo a recorrer a pie el lugar.

Permanecemos en la ruta de las mil kasbahs hasta arribar a Ouarzazate, una ciudad con una impresionante fortificación, donde la mayoría de sus pobladores son “extras” de cine. El lugar es la Hollywood de África (la llaman “Oualiwood”), con enormes sets de filmación (con escenografías y todo) en el medio del desierto. Es surrealista. Allí se filmaron clásicos como Lawrence de Arabia, una de las versiones de Star Wars, Gladiador y escenas de Babel.

Desde ahí, y por el valle de las rosas, llegamos a Boulmane Dades. Es imperioso descansar. Al día siguiente nos espera la emoción de pisar el desierto más grande del mundo: el Sahara.

Nada es lo que parece

En el desierto nada es lo que parece. O, mejor, nada es lo que nos han contado. Los oasis no son lagunas en el medio de las dunas con tres palmeras a las que se llega jadeando, ni el desierto es sólo arena fina y suave.

El desierto, en verdad, se extiende por nueve millones de kilómetros cuadrados y una decena de países africanos: tiene casi el tamaño de China. Es una inmensidad compuesta por montañas, grava y piedras. Las dunas sólo representan el 20 por ciento.

Antes de llegar a la ciudad de Erfoud, el punto de partida para la aventura, se recorren valles fluviales con miles de palmeras, llanuras de piedras seguidas de oasis y pueblos de adobe.

En un descanso, compramos los pañuelos que luciremos en la travesía. Los originarios bereberes los usan para cubrirse la cara y proteger los ojos de la arena y el sol. Como corresponde, haremos lo mismo con las telas que adquirimos por unos pocos dírhams (la moneda local): “Tonia” nos enseña el secreto para atarlas en la cabeza.

A las cinco de la tarde, todos con turbantes, iniciamos la travesía en 4x4 y en caravana, un tour que cuesta 60 dólares, con cena tradicional incluida en una carpa del desierto. Rahid, uno de los guías locales, explica que “Sahara” significa “desierto” en árabe. Nos lleva al “desierto del desierto”. El joven, vestido con chilaba y babuchas, habla algo de español, además de francés, árabe y algunas palabras en bereber. Maneja rápido y se ríe con ganas, mientras en la radio suena un reguetón caribeño, de última moda en Marruecos.

Todavía no aparecen las dunas, pero ya sopla una brisa agradable que anuncia el atardecer. Unos kilómetros más allá, con el sol como única brújula, asoma un hotel cinco estrellas, donde algunos turistas pasan la noche para ver el amanecer. Atrás del hotel, el desierto.

El paisaje es inabarcable con la mirada. Es emocionante, casi una experiencia espiritual. Hay silencio. Hay paz y hombres del desierto que esperan con sus dromedarios, y chateando por celular, para el paseo a lomo del animal.

Hassan es el anfitrión: juega de local. Hace retratos con los turbantes, cuenta anécdotas y asegura que ama el Sahara. Nunca salió de allí, pero viaja con cada turista. Por eso está convencido de que goza del mejor trabajo del mundo.

Subimos a los camellos y arranca la caminata por la arena ocre, rojiza, oxidada. Mire a donde uno mire, la arena lo envuelve todo. La mente se calma cuando se percibe la inmensidad que se pierde en el horizonte, algo parecido a lo que sucede cuando se navega en aguas profundas en el mar. Ibrahim lleva grupos de cuatro camellos, a pie. Dice en español que nos agarremos fuerte de las manillas y tiene razón: los dromedarios hunden sus pies en la arena y arriba se siente como un terremoto. El guía saca las fotos, sube dunas, baja corriendo. Sabe cuáles son las mejores imágenes para los perfiles de Facebook. Luego sigue la caminata: 40 minutos de paz.

Cuando la noche cae en el desierto, el cielo se ilumina de estrellas. Dicen que son las más bellas del mundo. Pero esta vez no tuvimos suerte: una tormenta de arena arruinó el espectáculo. No nos queda más remedio que volver, para comprobar que la Osa Mayor se ve en el Sahara como en ningún otro lado del planeta.