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Descubrí la misteriosa Pedra da Ingá en Brasil

Se estima que sus dibujos se hicieron hace ocho mil años, pero no se sabe quiénes fueron los autores. 

Tarde o temprano este viajero tropieza con piedras y se le meten en los zapatos de la memoria. A Pedra da Ingá se parece a un cachalote recostado sobre un lecho rocoso a cien kilómetros de João Pessoa, estado de Paraíba, Brasil. Es famosa en el mundo entero, al menos en esos mundos de las cátedras de arqueología y las revistas de misterios. A lo largo de sus veinticuatro metros por tres de altura hay un cosmos labrado a roce de cantos. Pequeños hoyos abiertos con paciencia de siglos, unidos para formar líneas, como manda la geometría desde Grecia al menos. Los primeros registros cuentan que holandeses, españoles, portugueses y franceses llegaron en oleadas y al preguntar a los guaraníes que habitaban la zona recibieron siempre la misma respuesta: no sabemos quiénes hicieron esos dibujos, esa piedra siempre estuvo ahí. Se estima que fue trabajada hace ocho mil años y no son pocos los estudiosos que han visto –o creyeron ver– en ella rasgos de escrituras lejanas en el tiempo y el espacio. Están los que acreditan ver la escritura de los hititas y los que sostienen, con pétrea convicción, que hay similitudes con los códigos fenicios. No faltan aquellos que se detienen en la figura antropomórfica y leen en ella al mono-astronauta de Nazca. Es maravilloso el lenguaje de los símbolos. Atraviesan las culturas y se zafan de los lazos que pretenden asegurarlos con la destreza y las mañas de los potros. Nos recuerdan que la humanidad es una y el color de piel o pupilas apenas anécdotas en el gran libro de la genética. Un día un humano escribirá su nombre con láser en un meteorito o una lejana cordillera bajo dos soles o más. Como esos que se declaran fanáticos de Banfied o Chevrolet en las peñas de Calamuchita.

Preste atención a la foto. Hay plantas o al menos símbolos que se les parecen aunque podrían ser ramas de un alfabeto. Pero la clave está en la línea de puntos. Eso que los semiólogos llaman punctum. Dicen los que pasaron más tiempo que este viajero frente a los grabados que la suma de los puntos da como resultado el año actual de trescientos sesenta y cinco días dividido en tres. También realizan otros tipos de operaciones numéricas –algebraicas y mágicas– pero lo que importa es que divide la tierra del cielo. Es maravilloso el lenguaje del asombro. Hace ocho mil revoluciones al sol ya se hablaba con los mismos símbolos.

El día que visité la piedra los astrónomos del mundo monitoreaban un gran meteorito cuya trayectoria se acercaba a nuestra órbita. Poderosos telescopios y modernas computadoras. Este cronista leyó la noticia arrodillado entre seis pequeños hoyos excavados frente al mural. Representan al Cinturón de Orión. Durante las noches del solsticio de verano coinciden con las estrellas allá arriba. Orión, el cazador de los antiguos griegos. Visto por Ulises en el Hades con su garrote de bronce. El amante de la alborada y dueño de la estrella del norte, su gran perro Sirio. El nombre Orión significa el que orina, el que marca su territorio, el que dice “estuve aquí, este territorio me pertenece y dejaré testimonio”. Como los amantes que se escriben el amor para siempre –o casi– con marcadores o aerosoles sobre las piedras de Punilla. Los negros llegados en los barcos españoles, portugueses, holandeses y franceses tampoco supieron descifrar el arcano de Ingá pero, cuando escapaban de la fazenda cercana, rendían homenaje y dejaban ofrendas.

A poco más de quinientos metros hay un antiguo cementerio de esclavos. Sobre él han construido un pequeño hotel alojamiento. Hotel Fujimori. Oscuros gallos de riña se pasean frente a las habitaciones. Símbolos. Es maravilloso el lenguaje de lo desconocido. Es un código que nos hermana a todos sin distinción de pelaje. Arrodillado sobre los huecos grabados en piedra que cada verano coinciden con el cinturón de la constelación del cazador este cronista se cantó para sus adentros unos versos de Milton Nascimento. Unos que hablan de protegerse en el invierno para salir a pescar en el verano. Una forma de rezo. Eso para el lector no significa nada.