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Cuaderno de viaje: Un museo viviente

El paso de España a Marruecos altera las brújulas y enciende los sentidos. Chefchauen, un pueblo escapado de un cuento, y Fez, una metrópolis laberíntica, me esperan.

Pago los veinte euros y subo sonriendo, imaginando. La incertidumbre de no saber qué espera del otro lado es la que motiva cada paso. Desde la cubierta se puede ver un desfile de gaviotas. Europa se aleja y el horizonte trae consigo al continente africano.

Acariciado por la brisa del Estrecho de Gibraltar, las tres horas de recorrido transcurren con profunda calma. Pequeñas olas rozan la embarcación, y el ferry aminora la marcha tras percibir un muro escrito en árabe, ícono de la llegada a otra cultura. El impacto no es menor: el paso de España a Marruecos altera las brújulas y enciende los sentidos.

El puerto de Tánger me recibe. La ciudad mantiene el caos típico de una frontera. El mapa señala que a 150 kilómetros espera un pueblo escapado de un cuento. El colectivo, en contra de todos los pronósticos, llega a tiempo y sin que se le caiga ningún pedazo.

Más tarde, Chefchauen me da la bienvenida. Las casas y los sembrados se amontonan en las montañas. Todas las construcciones se tiñen de diferentes tonos de azul: el color pinta desde paredes y puertas hasta el piso de las angostas callejuelas. La pequeña ciudad lleva esa tonalidad desde el siglo XV, según cuenta un viejo lugareño. Dice que ocurre desde tiempos en los que los judíos huían de la Inquisición española, y que, en aquel entonces, los nuevos habitantes buscaron reflejar la fisonomía del cielo para recordar a su dios.

La muralla que antiguamente protegía a la población envuelve casi por completo a este rincón marroquí. Por momentos, da la impresión de que camino sobre una maqueta. Dentro de ella, y agachando la cabeza por el estrecho marco de una puerta, puedo ingresar a una pequeña habitación. Las alfombras se acumulan en el piso, mientras un anciano manipula un telar tan grande como su taller.

Sobre ofrendas

Ya lejos de Chefchauen, el aire deja de ser relajado. A unas tres horas hacia el sur, el paisaje cambia por completo. Fez es una gran metrópolis, repleta de recovecos y tesoros para mostrar.

“Estamos en el mes de ramadán”, me cuenta Asad, que vende paseos por el desierto del Sahara. “Es un mes importante para los musulmanes: un mes sin tabaco, drogas, ni sexo. Es nuestra ofrenda para Alá”, afirma el comerciante, quien además comenta que los fieles guardan ayuno desde el amanecer hasta que se esconde el sol.

Ni Asad ni yo podemos ocultar el sudor. Una sirena interrumpe nuestra conversación. Proviene de una mezquita –lugar de culto de los musulmanes– y llama a la alabanza. Marca el fin del ayuno por hoy.

Un bazar gigante

Según las guías de viaje, cada ciudad marroquí presenta su casco histórico: la medina. Para mí, se trata de un museo viviente, un sinfín de laberintos repletos de tiendas. Un bazar gigante en el corazón de cada urbe, donde moverse de un sitio a otro sin perderse es más que un desafío.

En ese universo, los burros sedientos marchan entre paredes descascaradas, transportando mercancías hacia el interior de antiguas construcciones. Y es que la medina de Fez es un mundo aparte. Hay verduras, frutas, telas, cueros, metales, animales vivos y otros listos para ser cocidos. También, piezas de plata, herrajes, artesanías en madera y joyas. Todo lo que pueda llegar a comercializarse tiene su espacio aquí. No así los compradores, que se agolpan para adquirir los productos.

Más allá de los mercados, las cúpulas y los arcos de los antiguos edificios exigen mi atención todo el tiempo. Atravesar esas puertas es un deleite sensorial. Jardines internos empachados de flores y fuentes hacen que pestañar sea algo a evitar: los ojos quieren verlo todo.

Me dirijo hacia arriba, quiero la mejor foto. Las terrazas están sembradas a pura alfombra y cojín. Entre visitantes que comparten un narguile, obtengo mi panorámica de la ciudad.

Entre cueros y cuscús

El olor a canela guía mi caminata por las calles. Un hombre me invita a una cita única: es el dueño de una fábrica de cuero y, en un perfecto español, detalla este proceso ancestral. “La tradición data del siglo IX”, introduce. Primero, el cuero entra en piletones con cal, removiendo así el cabello del animal. Luego es lavado con excremento de paloma. Esto abre los poros, por donde entrará el pigmento que coloreará la pieza. Una lavadora gigante –única modificación, introducida en tiempos coloniales– deja terminada cada obra.

Después de la curtiduría, mi paseo me hace chocar contra un puesto de comida; árabe, por supuesto. Es una gastronomía inigualable por la mezcla de sabores dulces y salados, que hace bailar al paladar en más de una ocasión. El cuscús, elaborado a base de sémola y acompañado por verduras, quizás sea el plato más atractivo.

Marruecos es un lugar donde el sol obliga a refugiarse en cuanta sombra pueda hallarse. Donde los vendedores hablan en cualquier idioma con tal de que alguien le compre sus artesanías. Donde la amabilidad es moneda corriente y se prepara el té de menta más delicioso del mundo. Donde cada rincón es una postal en movimiento.