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Cuaderno de viaje: Nueva Zelanda todoterreno

El país del Pacífico exige capacidad de asombro y curiosidad. Para quienes gustan de la aventura, es la tierra ideal. La hospitalidad de la gente es la clave de su encanto.

La invitación a conocer un país que parece tan lejano en el mapa en principio debe ser descripta como “súper tentadora”, hasta que inmediatamente llega un mail en inglés con un listado de cosas que hay que llevar y que claramente no tenés. “¿Estaré a la altura de las circunstancias?”, pensé.

Me di cuenta de que no entendía nada de “aventura real” hasta que llegué a suelo maorí. Allí se respira la aventura en el aire que trae el océano Pacífico. Se la respira con calma, porque los kiwis (como se les dice cariñosamente a los neozelandeses) no andan nunca apurados.

CONOCÉ MÁS. Nueva Zelanda, un país con todos los paisajes.

La primera prueba a superar fue la del vértigo. Sin estar muy segura de lo que iba a hacer, me subí junto con otros periodistas a la Sky Tower, para caminar por una cornisa a 192 metros del suelo. Cuando el ascensor tomó velocidad y fue marcando los números de los pisos, mi cabeza ya había perdido la capacidad de contar. Sólo podía ver, por la estrecha ventana del dispositivo, que los edificios más altos quedaban por debajo. “Esto no puede ser real”, pensé.

Cuando nos ajustaron los arneses, sentí que me había embarcado en algo que no iba a poder soportar, pero la sonrisa y los chistes de la asistente descontracturaron el momento más álgido y, sin darme cuenta, estaba caminando por un estrecho piso de metal cuyas rejillas dejaban ver el abismo. El estómago se puso duro y segundos después me circuló por el cuerpo la grata sensación de tener “superpoderes”. Adrenalina, que le llaman. Hoy, aunque lo intente, no podría describir con palabras cómo es la famosa vista a 360° mientras el viento te pega en la cara.

Vamos a la playa

Gracias a la intervención de un guía alemán que ama a Nueva Zelanda más que a su propio país, descubrimos que Auckland (en la isla norte) tiene reservas naturales con cascadas y playas que invitan al surf a sólo media hora del centro.

Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue el Parque Nacional Abel Tasman, una zona de bosques húmedos con playas doradas bañadas por el mar de Tasmania ubicada en la isla sur del país. Para llegar hasta allí, nos invitaron a pedalear casi 40 kilómetros desde Nelson, a la vera de lagos cristalinos que de un momento a otro se transformaban en playas con agua de color turquesa. El secreto para no cansarnos y disfrutar del paisaje: bicicletas con motor cinético y rutas exclusivas para este tipo de movilidad. “Así, cualquiera hace 40 kilómetros”, fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando empecé a pedalear.

Cuando pensé que ya había hecho suficiente ejercicio, nos avisaron que el día recién empezaba y que todavía quedaba caminar unos siete kilómetros por el bosque para llegar a uno de los mejores alojamientos de la zona. No hizo falta andar mucho para entender por qué nos habían llevado hasta allí: el paisaje ofrecía una recompensa impagable y, cuando creía que tenía la foto perfecta, unos metros más arriba la vista mejoraba y las imágenes se sumaban de a decenas. Así fue durante varias horas.

Si algo podía coronar esos días de playa, fue el ofrecimiento de hacer kayak en el mar de Tasmania –repito ese nombre porque me encanta lo exótico que suena–. La vista desde el agua es completamente distinta a la que uno puede tener desde las alturas de las montañas boscosas y, mientras remaba con fuerza, pensaba que ni un mes del gimnasio más caro podía igualar lo que se sentía estar en constante movimiento en tierras tan extrañas.

El broche de oro

El viaje iba llegando a su final, y, dos días antes de partir, nuestros anfitriones nos sorprendieron con la “cereza del postre”. Sin que nos hubieran dado mucha información, llegamos hasta un puesto de turismo local que ofrecía un paseo llamado “Experiencia Siberia”. Sonaba tentador y fue más que eso.

Diez minutos más tarde –charla de seguridad de por medio– nos subieron a un helicóptero que nos llevaría a recorrer los valles de la zona de Wanaka. Nunca imaginamos que “a la vuelta de las montañas” íbamos a encontrarnos con glaciares, lagos cristalinos y picos nevados a los que sólo se accede por aire. Pero eso no fue todo: como nuestros anfitriones no se andaban con “chiquitas”, aterrizamos en medio de un valle e inmediatamente después nos subieron a una lancha para recorrer los rápidos río arriba. Nunca llegamos a reponer la respiración.

Cuando la lancha frenó en el medio de la nada, confirmamos una máxima que nos quedará para siempre: la hospitalidad kiwi no tiene comparación. Ante nuestros ojos, un río cristalino; y, sobre sus orillas, un picnic con variedad de comidas neozelandesas.

Finalmente nunca supe si yo estaba a la altura de las circunstancias, pero de ahora en más, cuando alguien me pregunte por Nueva Zelanda, sé que no sólo recomendaré sus paisajes sino también conocer a su gente.