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Cuaderno de viaje: Microviajes

El viaje entre Villa Allende y La Cumbrecita lleva unas cuatro horas y tres colectivos: el de Villa Allende a Córdoba, el de Córdoba a Villa General Belgrano y el de Villa General Belgrano a La Cumbrecita. 

Un peregrino de 80 años que atravesó América en moto me contó que, como pasatiempo, durante su travesía bendecía las cruces que aparecían al costado del camino. Lo hizo durante los 15.728 kilómetros que recorrió entre la ida y la vuelta. Mi pasatiempo en estos casos es mucho menos místico: consiste en mirar por la ventanilla y en escuchar los diálogos de los pasajeros. Sobre todo en mirar por la ventanilla.

Es (en mi historia) un viaje repetido. Por eso, las escenas que se van sucediendo a través del vidrio me hablan de ciertos arroyos, de un conocido y sufrido camino de curvas, de puestos de comida al lado del dique Los Molinos y de sierras que se multiplican en el fondo de la postal. De a poco, el campo consigue dejar atrás los paisajes de ciudad, y aparece un caballo blanco comiendo pasto y, más adelante, un papá que camina despacio abrazado a sus hijas. Mientras, en las paradas de los colectivos de esta parte de Córdoba (como en todas las paradas de los colectivos) alcanzo a cazar frases que mezclan posicionamientos políticos con mensajes de amor.

También soy testigo de esas situaciones extrañas (o pintorescas, según quién mire) que generan las estatuas/ adornos de exteriores que se muestran al lado de la ruta, como hombres de madera que apuntan con arcos y flechas a enanos de jardín pintados de colores, o un dinosaurio que en vez de asustar sostiene mangueras. Una curiosidad: entre Villa General Belgrano y La Cumbrecita desfilan carteles que promocionan una casa de té con mensajes del tipo Alicia en el país de las maravillas, invitando a apurarse para seguir a un conejo. Frente a la entrada del local, marcada con dos grandes cupcakes en el medio del verde, alcanzo a divisar en la banquina una liebre muerta. Ahí quedó.

Vacíos, fotogénicos, importados

Pero, así como hay tramos cargados de cosas para ver y sobre las cuales puedo meditar por un rato, se cuelan también en el trayecto esos paisajes “vacíos”, sin estructuras y despojados de árboles, en los que un burro puede llegar a ser el único elemento que desentone en un desierto de pasto. En uno de esos lugares hay una parada de colectivo, y me resulta inevitable preguntarme qué hacen o a dónde van los pasajeros que se bajan ahí. Una vocecita que llega desde dos o tres asientos más adelante parece advertir lo mismo, cuando le avisa a su mamá que llegamos “al medio de la nada”.

Aunque también es cierto que se dificulta dimensionar la nada cuando va acompañada del ruido constante e intenso del aire acondicionado del colectivo, ese que tapa los oídos y al que uno llega a acostumbrarse después de tantas horas ahí adentro. Mientras, afuera van tomando forma valles y mesetas, con perfiles que se agudizan según cómo los ilumine el sol. Confirmo en ese momento una de las grandes desventajas de viajar en ómnibus: la de ver postales y no poder hacerlas foto. (Quedarán en mi memoria por un rato, hasta que algo más importante o urgente las empuje al vacío).

Después de atravesar colinas, arroyos y puentes –y de hacer los cambios de colectivo correspondientes–, llego (llegamos) a la calle de piedra que marca la entrada a La Cumbrecita. Ahí hay una playa de estacionamiento donde paran algunos autos y varios ómnibus que llevan a los grupos de excursión. Sentados en una pirca, un grupo de abuelos y abuelas comen sándwiches de milanesa al costado del camino.

Mientras inicio el descenso hacia el pueblo comienzan a aparecer las construcciones que le dieron fama a La Cumbrecita: casitas, restaurantes y negocios de estilo alpino que llevan la marca (algunos, original; la mayoría, apenas un esbozo) de los pioneros alemanes que decidieron emplazar una villa en el corazón de las sierras. Una colección de postales importadas y senderos en el medio de los árboles. Acá me bajo.