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Cuaderno de Viaje: Matemáticas

El tráfico en Roma es un problema y un viaje en taxi basta para comprobarlo. Hay bocinas que suenan porque sí, batallas de insultos y taxistas que aseguran que el caos es una forma de orden.

Conté 27 personas pasando debajo del alero del bar que tenía al costado del taxi mientras esperábamos el semáforo. El tráfico en Roma podría ser un problema, aunque el potencial está sobrando. El tráfico en Roma es un problema. Los autos, las calles, las personas y las reglas de tránsito tienen la vida reñida. Compiten sin sentido en una pelea en la cual, en el último round, los dos boxeadores van a caer noqueados. Será un empate técnico por demolición; los perdedores serán todos. Llorarán los apostadores porque no había apuesta segura, se lamentarán los entrenadores de no haber sabido leer la pelea cuando todavía estaban los dos de pie, las novias seguirán pensando que “nada es para siempre” y que el amor, en definitiva, es una cuestión de sumas y restas, como todo en la vida.

Sonó la bocina de todos los autos que teníamos detrás, un microsegundo antes de que el semáforo nos abriera el paso. Sonaron por costumbre, por el apuro que va en la sangre y no conduce a ningún lado; sonaron porque sonaron; porque es Roma y porque, si Julio César hubiera tenido auto, y su auto, bocina, hubiera hecho que sonara aunque lo que tuviera al frente fuera una pared. El taxista me dijo algo que no comprendí, simplemente no hice caso y seguí mirando el río Tíber por la ventana.

24 árboles conté en una cuadra especialmente larga del Lungotevere della Farnesina hasta el Ponte Sisto. “¿Son plátanos esos árboles?”, pregunte al taxista, pero no pudo entenderme. Se quedó mirándome por el espejo retrovisor, intentando comprender para darme una respuesta y no dejarme así, sin nada. A los romanos, al menos a los que conozco, no les gusta eso de no tener respuesta para algo. Ellos indefectiblemente lo saben todo: principalmente de Roma, especialmente del mundo y sobretodo de fútbol.

“¡Guarda!”, grité, y automáticamente el taxista llevó sus ojos otra vez al parabrisas y a la calle. Instintivamente movió el volante a la derecha y evitamos chocar con una de las tantas scooter que  zigzaguean por las calles como renacuajos. El conductor se trenzó en una batalla de insultos con el muchacho que manejaba la moto; gritaban y gesticulaban como en las películas de Sordi o Toto. Los miraba, sentado como estaba con el aire acondicionado despeinándome el apuro, y me imaginaba a esos perros que se ladran detrás de las rejas, que parecen seguros de que no llegará nunca el momento de enfrentarse cara a cara, mordida a mordida. Simplemente ladraban. Once personas miraban la escena mientras cruzaban de un lado al otro de la calle, aprovechando la obstrucción en el flujo ya de por sí constipado del tráfico romano que habíamos causado el taxi, la scooter y yo, con mi advertencia. El reloj del taxi marcaba 32 euros.

A la izquierda se abría la vista al cielo profundamente azul y a un sol que iluminaba como si no hiciera tres mil años que se asoma a la misma esquina.

En la noche, recordé, esta calle tiene autos estacionados de ambos lados y en doble fila, como si fueran descartables. “¿No tiene la sensación de que la gente no estaciona aquí, sino que abandona sus autos?”, pregunté. El taxista me miró de nuevo pero esta vez noté cómo, con un ojo, en un movimiento de destreza y autocontrol, seguía atento lo que sucedía en la strada (calle).

Pasamos la Piazza Trilussa y se me llenaron los ojos de noches de ida y vuelta al barrio Trastevere: las luces amarillas de la calle, un montón de gente joven haciendo nada –o apenas fumando y tomando, que es lo mismo que esa nada tan llenadora–, las noches de verano, el tiempo que se enrosca para no pasar de largo.

La gente no abandona el auto… no podría –me explicó–. Si usted lo mira bien, va a comprender.

“¿Qué cosa voy a comprender?”, inquirí. Hizo sonar la bocina por novena vez y esquivó a dos vendedores de carteras africanos que se colaban entre los vehículos para intentar llegar a la otra vereda a salvo de la Policía y del tráfico mismo.

Va a comprender… –señaló con su mano sobre la derecha– La universidad John Cabot –me dijo sin mayores explicaciones, y continuó con lo que venía a decirme– Va a comprender que el caos es también una forma del orden.