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Cuaderno de Viaje: Made in China

Para quienes no hemos conocido el país, también valen sus pequeñas “sucursales” alrededor del mundo.

Desde que tengo uso de razón –y desde que a los diez años leí Los viajes de Marco Polo– siento una especial fascinación por Asia.

Como hasta el momento no me animé a arribar a China, rodeo al país en mis viajes con precisión de neurocirujano y, cada vez que puedo, visito algún China Town para ver si por ósmosis me contagio del coraje necesario para desembarcar en una gran ciudad china e ir al interior sin perder la cabeza en el intento.

El primer China Town que conocí fue el de Chiang Mai, al norte de Tailandia. El lugar tomaba de noche un color estridente a fuerza de luces de neón y los puestos se superponían con una ingeniería imposible de replicar en Occidente, donde, en muchos casos, nos sobra espacio.

Llegamos con un grupo de amigas y allí pude ver lo que Marley tanto mostraba en sus programas de viajes: comidas muy extrañas con animales que en nuestra parte del mundo no son alimento y personas sentadas sobre peceras gigantes con los pies metidos en el agua, esperando que los peces les comieran los callos en una técnica de masaje e higiene de dudosa comprobación científica.

Recuerdo que esa noche una mujer nos persiguió con un perrito de una raza similar al chow chow. Pretendía colocar al animal sobre nuestras cabezas para que nos sacáramos una foto que, si bien podía resultar tierna, acabó siendo bizarra. La noche terminó con todas nosotras acarreando entre risas bolsas de regalos comprados a precios irrisorios. Esa vez sentí que había pasado la prueba.

Occidente y Oriente

El segundo China Town que conocí fue el de Nueva York, y si bien supuse que sería el más occidental de todos, finalmente no fue así. Llegué junto con una amiga siguiendo la estela que dejaba el olor a pescado frito del mediodía. Y es que, aunque algunos lo pongan en duda, uno puede saber dónde terminar el barrio chino y dónde comienza el italiano con sólo percibir el aroma que sale de sus restoranes.

Lo que más nos llamó la atención fue ver desde lejos a muchas personas rodeando los contenedores de residuos. Cuando nos acercamos nos dimos cuenta de que se trataba de basura electrónica, y de que ahí adentro podía llegar a haber hasta celulares que ya no se vendían. Aunque la situación nos generó curiosidad, tuvimos que seguir viaje porque el tumulto de gente que intentaba llegar al contenedor era cada vez mayor, lo que nos hizo suponer que ahí adentro podía haber grandes oportunidades tiradas a la basura. Ese round lo perdimos.

El tercer China Town que recuerdo es el de Singapur. Curiosamente, ese terminó siendo el más occidental de todos. Sus calles estaban adornadas con unas guirnaldas de colores que parecían salidas de una revista de decoración, y sobre el ingreso había una jauría de perros de goma de hasta diez metros de altura que daban la bienvenida a la zona con mensajes escritos en chino. “¿Será que es el año del perro en su horóscopo?”, pensé, en un acto de ignorancia asumida.

Esta zona está tan cuidadosamente organizada como el resto de Singapur. Hasta la parte de los puestos callejeros cuenta con un techo transparente de vidrio que hace creer que uno está en un mercado, aunque en realidad se trata de un gran shopping a cielo abierto con cobertura para la lluvia. Sus negocios son más baratos que los del resto del destino pero están a tono con los altos precios que maneja la ciudad, declarada el año pasado como la más cara del mundo.

Muy cerca de allí hay otra ciudad con un gran China Town: Kuala Lumpur, en Malasia. El trayecto hasta el barrio puede ser caótico (casi toda la ciudad lo es) pero bien vale una visita. El clásico arco que da la bienvenida tiene por encima una gigante pantalla digital en donde seguramente se exhiben publicidades. Los carteles están en chino, aunque se puede leer un pequeño “Welcome”.

Las manzanas que abarca este gran mercado se superponen con las del Little India (el barrio indio de la ciudad), lo que da como resultado una zona de tonos chillones en la que hasta los templos compiten entre sí para llamar la atención de locales y turistas. Los precios son inigualables para esa zona del sudeste asiático.

La frutilla del postre

Por último, el recuerdo más fresco que tengo de un China Town es el de Bangkok (Tailandia). Si la ciudad ya es de por sí ensordecedora, su barrio chino lo es aún más. Llegamos hasta el lugar navegando por el río Chaophraya mientras caía la tarde y, cuando nos bajamos del ferry, nos encontramos con un panorama desolador: los negocios acababan de cerrar y todas las persianas estaban bajas. Decidimos dar unas vueltas y en menos de una hora el cuadro de situación había cambiado por completo. Las luces de colores se habían encendido y los puestos callejeros comenzaban a destilar olor a comida china, de esa que es interesante probar pero que resulta imposible de describir.

Nos perdimos en sus calles aturdidos y fascinados por tanto color y aroma, y cuando volvimos al hotel buscamos información sobre el barrio. En todos lados coincidían en que el mejor horario para recorrerlo era a la noche. Lo que se vende de día se puede encontrar en otras partes de la ciudad, pero durante la noche la zona se transforma en un restaurante gigante a cielo abierto a donde miles de locales y extranjeros llegan para probar los platos tradicionales y sentir por un instante que se encuentran en China, aunque en realidad todavía estén lejos.