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Cuaderno de viaje: La vida en un monasterio budista

Alas seis de la mañana, después de arroz con pescado y un café sin gusto, la vida de todos se enciende en Thabarwa, un monasterio budista ubicado en el corazón de Myanmar, conocida también como Birmania, en el sudeste de Asia. 

Lejos de ser un pintoresco templo, como muchos podrían figurar, un monasterio en estas latitudes consiste en un pequeño poblado rural donde monjes, pobres, lisiados y enfermos terminales se reúnen a pasar los últimos años de su vida, bajo los preceptos del budismo y la meditación.

Una fina niebla de verano se desprende de la vegetación que envuelve al monasterio. Con los primeros rayos de luz, se puede observar por sus estropeadas callecitas de tierra, el lento caminar de los monjes que, rapados y envueltos en túnicas rojas, abandonan el poblado para emprender camino a la ciudad.  Es el momento del alms, posiblemente el más importante del día para el pueblo birmano, fiel practicante del budismo.

Dos toques de campana y la hora que marca el reloj son suficientes para sacar rápidamente a todos de sus hogares, sin distinción de edad, género y clase social. Con la cabeza baja, los habitantes de la ciudad se acercan a la procesión de monjes y, dominados por una delicadeza que bien podría asociarse al temor, colocan elaboradas comidas, frutas o dinero en sus canastas. Una vez terminado el ofrecimiento, se retiran lentamente sin dar la espalda -pues no quieren ofenderlos- al tiempo que agradecen en voz baja.

Los monjes continúan su caminata en fila, imperturbables, sin intercambiar siquiera un gesto de complacencia con aquellos que bien se acercan a dejar mucho de lo que tienen. “Es lo que corresponde -me recordó uno de ellos una tarde- Todos tienen una deuda diaria con el universo y ahora, con esta ofrenda, está saldada”.

Avatares

De regreso al monasterio, la comida es dividida entre la comunidad Thabarwa. En aquellas descuidadas canastitas está el desayuno, el almuerzo y la cena de todos. Mucho o poco, la repartición es equitativa.

Con la llegada de los monjes y el correr de la mañana, el monasterio se enciende. Decenas de voluntarios de diferentes partes del mundo se colocan polleras largas y túnicas en los hombros para comenzar a trabajar, sin ofender en el intento a todos aquellos que le temen a la piel al descubierto.

Las tareas son tantas y tan variadas como la realidad misma exija. Entre tropezones, los voluntarios arrastran sillas de ruedas por las pedregosas calles del monasterio en busca de gente y soluciones: algunos de los que allí viven pedirán ser llevados al improvisado taller de arte o a la clase de “movimiento corporal”, con la única y silenciosa intención de alejarse -aunque sólo sea por un rato- de aquellas sucias mantas donde pasan todo el día. Muchos querrán curarse heridas y llagas que consumen su cuerpo. Otros, en cambio, preferirán ser bañados tras semanas de abandono.

Este espacio se convierte, entonces, en un ecléctico y vivo escenario donde entran en juego jóvenes occidentales, ancianos orientales, niños con problemas de movilidad, enfermos terminales, curanderos, baldes de agua, jabones, lápices de colores, gasas y vendas, platos de comida, cremas herbales para alejar malos espíritus, historias inverosímiles y todo aquello que en la imaginación exista.

Pese a las limitaciones, las tareas de los voluntarios están perfectamente organizadas y se ejecutan bajo el cumplimiento de ciertas normas. Una pizarra detalla el régimen diario de actividades: cuidado de enfermos, aseo de ancianos e inválidos, organización del taller de pintura y de la clase de movimiento corporal, cocina y tareas de construcción general. Al finalizar el día, se brinda un espacio de meditación destinado -supongo- a calmar los persistentes avatares en la mente de todos. De ellos, por vivir en tal adversidad. De nosotros, los voluntarios, por atestiguarla.

“Vivimos lo que merecemos vivir”

Toda esta compleja estructura se monta bajo el único propósito de mejorar el día a día de una pequeña parte del pueblo birmano y de atenuar -aunque sea por unos instantes- los ensordecedores recuerdos de lo que les tocó transitar.

Myanmar fue víctima de un violento y amedrentador régimen militar que se mantuvo en el poder durante 50 años. Las más ingeniosas formas de tortura, así como también violaciones y asesinatos en masa, fueron utilizadas como medios legítimos para ejercer el control e implantar el miedo. Desde hace unos pocos años, este país goza de una frágil democracia, azotada por permanentes guerras civiles entre minorías étnicas.

En ese contexto, el budismo reina en el pueblo como contracara. “El verdadero pueblo de Myanmar es paciente. La mayoría de nosotros confía en las leyes del universo: estamos donde merecemos estar, soportamos lo que merecemos soportar, vivimos lo que merecemos vivir. Posiblemente no lo entendamos enseguida, pues a veces son pesadas cargas que traemos de otras vidas. Lo cierto es que la mayoría de nosotros espera el karma sin chistar… Quizás por eso, los poderosos tuvieron la posibilidad de abusar de nosotros durante tantos años”, me explica un monje de cabeza rapada, mientras estira cuidadosamente un papel con un mantra.

Su mirada permanece inalterable a lo largo del relato y la distancia temporal entre sus palabras funciona como analgesia: “Las enseñanzas del budismo fueron la medicina para la realidad política que nos tocó vivir”, dice. ¿La medicina o la responsabilidad? pienso para mí.