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Cuaderno de viaje: la Paz de mis demonios

Irse de La Paz, Bolivia, con algunos fantasmas en silencio y otros muertos para siempre. 

Me voy de La Paz, Bolivia, con algunos fantasmas en silencio y otros muertos para siempre. Llevo en la mochila palabras como revólveres y apuntaré hasta dar en el blanco de la conciencia. Atrás quedan la imponente iglesia San Francisco, la agitación por las calles empinadas, el mercado de Brujas repleto de sanadores, artesanos y malandras.

Me voy de La Paz antes de que sea demasiado tarde y me atrapen las cholitas con sus dientes en tiempo de descuento. Huyo por calle Sagarnaga y en los ojos llevo el silencio de la comunidad aymara a los pies de la Muela del Diablo.

Me quedan en las manos los arpegios enseñados por Agustín -lutier y bohemio-, el gesto rudo de Enrique –sereno de los guapos- a medianoche en un hostel en penumbras, pero a plaza Avaroa sólo la contemplo porque sería imposible cargar con ella. También dejo las puertas abiertas de los bares de calle Jaen y una noche de entrega sin posesiones.

Me voy de La Paz con el olor del mercado Lanza impregnado en la memoria y todavía domestico la resaca de la verbena en la fiesta de su aniversario. Escapo aunque no evito las despedidas. Reviso números telefónicos, nombres propios y direcciones. Hago una lista de rostros: algunos los beso en la boca, a otros les digo adiós.

Me voy de La Paz porque tengo miedo de esconderme en Valle de la Luna o perder el alma en alguna encrucijada. Me despido del mercado Rodríguez, el pasaje Tarija con restaurantes para gringos, los cabarets detrás de calle Comercio con entrada gratis y salida a salvo, sin garantías.

Fuga entre abrazos

Escribo compulsivamente, a pura toz, errático. Escribo para detener la ciudad que sobrevive caótica a mis espaldas. Quedan las movilidades imprudentes, el tránsito desquiciado, los celulares robados por el barrio Chino, las empanadas de queso, la fritura, la fritura, la fritura y una noche de lectura poética en el bar Armatroste, resistencia cultural en la urbe.

Me voy de La Paz con 29 años recién estrenados, un trabajo hablando un precario inglés, aprendizajes introspectivos y, al menos, dos abismos fundacionales. No caben acá la descripción panorámica desde el Alto ni el retrato del cerro nevado Illymani. No entran acá noches de desvelo, las improvisaciones poéticas en los colectivos ni los miedos.

Me voy de La Paz y nace el vacío para seguir comiendo lugares y personas y esquinas y soledades. Interpreto la fuga lo mejor posible, calculo los abrazos que atenuaron el dolor, guardo las cartas del Tarot de Carmen, interpreto las señales alumbradas por los seres que vienen a recordarnos algo.

Me voy de La Paz para regresar y poder comprobar el silencio de algunos fantasmas; y el de los otros, los que están muertos para siempre.