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Cuaderno de viaje: Cuenca, la ciudad que te lleva adonde quiere

Detrás de cada ciudad hay un rostro. Y es el de Rosa el que me lleva a recorrer Cuenca.

Rosa Astudillo tiene 52 años y ninguna máscara en su rostro. La vida se las quitó y ahora las vende en su puesto en el Parque de las Flores, en Cuenca, una de las ciudades más importantes de Ecuador. A pocas cuadras del Centro Histórico –declarado en 1999 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco– esta mujer maciza, de espíritu curtido, hace un alto en el trabajo y pareciera que todo alrededor se detiene.

“Vivo del turismo: vendo artesanías e instrumentos. Se hace difícil, pero algo compran”, dice. Trabaja en un puesto modesto compuesto por un mostrador y una mesa. Sobre ella hay máscaras de distintas personalidades: desde Rafael Correa, expresidente de dicho país, hasta artistas y personajes mediáticos.

Enfrente del local se sitúa la Iglesia del Carmen, una de las 52 que hay en Cuenca; una por cada domingo del año. Aquí, la religión atraviesa la sociedad. De hecho, en la bandera de Cuenca se lee: “Primero Dios y después vos”.

Estilo marcado

La arquitectura se impone por los estilos español y francés. Otra característica son los aleros en las callecitas coloniales a lo largo y ancho de la urbe y las construcciones históricas, muchas de ellas ahora utilizadas como museos.

Rosa ha puesto el reloj en punto muerto. Habla de su vida y la conversación aflora sin forzarse.

–En la pareja hay que comprenderse. La tentación está detrás de la oreja, pero el matrimonio es tolerancia y paciencia para la comprensión– sostiene, y cuenta del amor hacia sus cinco hijos y seis nietos. Recuerda que se casó a los 14 años y la confesión llega implacable: “Uno se arrepiente, pero no se puede volver atrás”. Lo cuenta con la entereza de quien hizo equilibrio en la vida. Como las personas que caminan ahora por las cuadras adoquinadas parecidas a un gran tablero de ajedrez.

Si uno “googlea” Cuenca como destino en la web, es posible que aparezca como Santa Ana de los Ríos de Cuenca. ¿Por qué? La cruzan cuatro ríos: el Tomebamba, el Tarqui, el Yanuncay y el Machángara y además, sobre todo, porque hace honor a Cuenca, una ciudad española en la que nació el virrey español del Perú Don Andrés Hurtado de Mendoza, quien mandó a fundar la ciudad al español Don Gil Ramírez Dávalos.

Detrás de cada ciudad hay un rostro. Y es el de Rosa, ahora con su semblante más relajado que al  principio, el que me lleva a recorrer Cuenca. Alejada de la desconfianza en conversar con un extraño, explica su cotidianeidad, su mundo.

–Uno vive al día pero no como para hacerse una casa. Le pido “al flaco” (por Dios) que me de fortaleza para seguir adelante.

Y mientras vende artículos a turistas o gente local, Cuenca dibuja su división entre la antigua y la nueva ciudad, demarcada por la avenida 12 de abril. A pocos metros surge imponente la catedral de la Inmaculada Concepción y el Parque Calderón. En su entrada se venden velas para encender como ofrenda a la virgen. Se construyó a finales del siglo XIX y está entre las más grandes de Sudamérica, con capacidad para unas 8 mil personas. Sus pisos fueron cubiertos de mármol de Carrara, importado directamente en Italia, un símbolo de la riqueza de la ciudad en aquella época. Su estilo gótico, con tres cúpulas que sobresalen del tejado, se inspira en la Basílica de San Pedro en Roma.

También se destacan el Palacio de Justicia, la iglesia de San Sebastián, la Alcaldía, el mirador Turi y un legado de tres asentamientos culturales: Cañari, Inca y Español. Esa diversidad le da una belleza particular, y en 2008 la National Geographic la colocó en el puesto 49 de los sitios históricos más importantes en el mundo.

Cuenca tiene una virtud: es una ciudad que te lleva sola por todos los rincones. Entonces se respira arte con el festival de cine La orquídea o aparecen poetas y pintores en las calles viejas o la historia en las Ruinas de todos los Santos, ubicada en la calle Larga. Allí se pueden apreciar las diferencias de las civilizaciones antes mencionadas: técnicas de trabajo, métodos y características propias le dan riqueza arqueológica al lugar.

Rosa habla de las ausencias que ya no vuelven. De la fe en lo pequeño y en abrir los ojos todos los días. “Hay que seguir luchando, tener fe en todo. Siempre hacia adelante”, arremete, y su cuerpo se inclina con la risa cómplice. Su mirada dirá más que las palabras y otras quedarán sin nombrarse acá. Hacia el final se habla de la muerte y hay una paz que la respalda:

–Con la muerte todo se acaba–dice, sin darle vueltas al asunto.

Después de su simpleza crece un silencio inefable. Y pienso que al final, llegada la hora, no habrá máscaras que ponerse y cada quien sabrá si ha quedado a mano con uno.