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Cuaderno de Viaje: Cómo perder un auto en Creta

Crónica de un hombre perdido en las calles de la parte vieja de Chania, donde ni los nombres en griego ni los números de las viviendas sirven para orientarse.

No encontraba el camino. Me había perdido en una de las curvas que elegí; en realidad en la tercera o la cuarta, no lo sabía bien. Había caminado desde el puerto con dirección a la plaza pero una serie de malas decisiones me habían desorientado. Es que las calles en la parte vieja de Chania se parecen todas y, lo que es peor, tienen el defecto –o la ventaja– de ser el resultado de 2.000 años de caprichos alternados entre griegos, romanos, sarracenos, venecianos, turcos, ingleses y otra vez griegos. Me pareció que llegaría a destino si doblaba a la derecha, pero la calle se fue haciendo cada vez más angosta por ahí. Tan angosta que por un momento pensé, no sé cómo, en Schwarzenegger. Seguramente Arnold, en sus días de gigante, podía hinchar el pecho, sacar espalda y tocar, con los hombros, las casas que se encontraban a cada lado de la callecita. De pronto me pareció que mientras avanzaba la calle iba girando levemente a la izquierda, como si fuera un barco escorando. Nada me lo hacía ver, pero estaba seguro de que podía sentirlo. En una esquina igual de enigmática, entre casas de dos plantas –algunas en ruinas, otras perfectamente restauradas–, decidí tomar por la izquierda pensando que mi intuición me permitiría recuperar el curso y llegar al lugar donde había dejado el auto. Así, caminando, buscando, miré los carteles de chapa pegados en las paredes de cada esquina. Los nombres en griego, los números de las viviendas, nada servía realmente, pero igual lo intenté. Hice unos metros y me encontré con dos familias sentadas en la puerta de sus respectivas casas. Abuelas y nietos pequeños, seguramente. Los miré al pasar y me pareció que, si cualquiera de ellos movía diez centímetros más adelante su silla, invadiría la casa del otro como en un juego de ajedrez gigante. Las calles eran tan estrechas y las casas tan pegadas que la lluvia, seguramente, tendría problemas en mojar el piso. Las señoras y los chicos me miraron caminar hacia ellos y cuando estuve cerca intenté unas palabras en inglés para saber si podían ayudarme. Los griegos son gente muy amable pero las dos señoras que tenía enfrente no entendían una palabra de lo que yo les decía. Trataban, estaba seguro, de comprenderme y hubieran hecho cualquier cosa para ayudarme, pero habían llegado tarde al boom del turismo y la globalización de las comunicaciones. Mientras esperaba una respuesta en inglés que nunca llegó, miré a los ojos de una de las viejitas –oscuros, profundos– y por alguna cuestión extraña pensé en Anthony Quinn, en Zorba, el griego, en la película en blanco y negro, en el tiempo que ya no era pero que entre esas calles parecía hacerse quedado a vivir refugiado, lejos de internet, de los datos, de Wikipedia, de la información siempre disponible, de la facilidad de las cosas, de la falta de sorpresa, de la orfandad del asombro. Saludé con la cabeza a las señoras entendiendo que ya no tenía sentido insistir. Continué por la callecita de lo que alguna vez habían dominado los venecianos, en el 1200, cuando eran un imperio y no una parada de cruceros y un pedazo de Instagram. Micenos, griegos, romanos, venecianos, turcos, ingleses… todos habían pasado por Chania y habían dejado algo pero ninguno parecía hacerse ocupado de que las calles llevaran a alguna parte. En la siguiente esquina creí ver al fondo otra calle y una casa con una pequeñisima puerta verde de madera. Era pequeña verdaderamente, de no más de 1,50 metro de alto, y tenía dos hojas y un marco grueso que parecía sostener el ingreso al mundo. Bajé hacia allá entonces, esperanzado en encontrar algo que me recordara cómo salir del laberinto. La puerta verde estaba ahí, con dos ventanas también verdes, celosamente cerradas, y la música más griega que había escuchado en días saliendo por los poros del revoque amarillo. Me paré a ver pero más que nada a escuchar. Pensé en Rock Hudson y una de esas películas de los ’50 en las que el Mediterráneo eran pueblecitos áridos, burros de orejas enormes, señoras de vestido negro y marineros de bigotes gruesos que recorrían el agua transparente, siempre en blanco y negro. Recordé el tiempo en el que uno todavía podía sorprenderse, cuando siempre había algo que descubrir. La puerta enana y verde, las ventanas cerradas, la pared ciega, la música que apenas escapaba, la tarde de Creta que bajaba como si fuera un helado derritiéndose al sol.

–¡Papá, papá!

Escuché casi a la tercera insistente vez. Me di vuelta y vi que desde una esquina remota mi hijo me estaba llamando.

–¿Dónde estabas? Hace media hora que te esperamos.

“Estaba acá pero en otro lugar, ahí donde se refugió un tiempo que fue hermoso”, pensé. “Estuve acá, donde siempre quise estar, perdido y sin ganas de encontrarme; en Chania, en Creta, en Grecia… en la casa de la puerta verde y las ventanas que sueñan”, pensé otra vez. Finalmente no dije nada.

Caminé hasta la esquina y fuimos a encontrar el auto.